domingo, 19 de septiembre de 2010

Dos voces para Labordeta

 
TERESA AGUSTÍN Y CARMEN MAGALLÓN- PÚBLICO- 30 Jul 2010

Con motivo del homenaje que recibirá mañana, en el IX Festival de poesía Moncayo, el poeta y profesor José Antonio Labordeta en Veruela.

Muchas tardes de lunes me senté con este hombre al que respeto y quiero, en los lejanos días del semanario Andalán, cuando éramos tan jóvenes, y sin embargo ya sabíamos que escribir poesía “era desafiar al mundo”. Labordeta, maestro que ha seguido siéndolo desde la distancia, me enseñó, en palabras de Améry, que si “el mundo aceptaba el desafío” seríamos realmente poetas. Con el tiempo he descubierto ese reto, su riesgo y el tiempo que le ganamos a la hoguera de las vanidades.
Todavía antes, en el frío Teruel, disfruté de sus enseñanzas en las aulas del Instituto de Enseñanza Media Ibáñez Martín al que acudíamos chicos y chicas de toda la provincia. Con un grupo magnífico de profesores, allí desafiábamos las penurias dictatoriales de la época poniendo en marcha iniciativas maravillosamente creativas.
Fue Labordeta quien puso en marcha el grupo de teatro, con el que representamos El mercader de Venecia y La zapatera prodigiosa. En el Colegio Menor San Pablo, modelo de convivencia inconcebible por entonces, tarde tras tarde, ensayábamos con Gonzalo Tena, Joaquín Carbonell, Federico Jiménez, Pilar Navarrete… Y recorriendo pueblos, como titiriteros entusiastas, Labordeta se estrenaría como cantautor. En aquellas veladas, a las que se unían Juana Grandes, Guillermo Gil, Magüi Mira, Eloy Fernández y otros profesores, escuchamos con pasión sus primeras canciones. Más tarde, José Sanchis Sinisterra, nuestro profesor de Literatura, pasaría a dirigir el grupo. Para quienes procedíamos de aquellos pueblos de Teruel, tan pobres y castigados, tener un núcleo de expresión intelectual y cultural de ese calibre, a finales de los sesenta, significaba casi respirar por primera vez. Había un clima de complicidad latente, forjado contra las prohibiciones oficiales, de rebeldía, de deseos y proyectos.
Era Labordeta un profesor de Historia atípico, al que contábamos nuestros sueños y enamoramientos platónicos, y que nos invitaba a su casa a merendar. Con su entrañable socarronería, nos espetaba: “Hala, venid a casa y os hartáis, que las internas pasáis mucha hambre”. No es extraño que quienes estábamos fuera de nuestras casas, con tan poca edad, lo quisiéramos como a un padre. Un cariño que ha continuado en el tiempo. En el día a día, disfrutaba tomándonos el pelo y contando anécdotas chocantes de los reyes, como que la reina Isabel de Castilla sólo se bañó dos veces en su vida: una, el día antes de su boda, y otra, cuando se cayó a una pila de agua. Sin apenas palabras, iba afianzando nuestra autoestima, consciente como era de que veníamos de lugares en los que todavía se arrastraban la inseguridad y el miedo de la posguerra.
Nos transmitió el amor por la poesía, unida a la figura de su hermano Miguel, ya por entonces muerto, al que admiraba y se sentía muy ligado. Cuando le oía cantar: “Puesto que el joven azul /de la montaña ha muerto / es preciso partir / Desnudos y ásperos / inigualables…”, yo intuía que ese joven azul era Miguel, y que a nosotros nos tocaba seguir en esta vida, dura, haciendo de nuestra singularidad un trazado único. Este canto era para mí, una llamada a la creatividad y la superación.
A valorar la libertad y a tener los pies en la tierra, eso me enseñó, a saber vivir en la humedad de los grises para poder inventar, de vez en cuando, el paraíso, aunque en ese paraíso sólo viviera una flor.
Este Buñuel de la acción y la palabra, al que habiendo llamado don José Antonio en Teruel, no nos sale llamar “el abuelo”, es el hombre viajero, el diputado, el profesor, el amigo, el enamorado de Juana, el orgulloso padre y abuelo de dos nietas, el trovador de voz callosa, el hermano de Miguel, y para mí un hacedor de palabras que siempre ha escuchado las palabras nuevas, con críticas y aliento, en su enseñanza de no reblar nunca, y de reírse mucho, empezando por uno mismo.
A veces escribimos para no volvernos locos y también dejamos de escribir por lo mismo. El lenguaje tiene sus propias formas, sus silencios, puede cantarse en forma de albadas o en poemas a la libertad, celebrar los amores o esfumarse una tarde de verano para poner de nuevo punto y final.
Leo tus dos últimos libros, esas memorias salpicadas de sentido del humor y de crítica a un sistema que sé que miras en ese color político que pocos entienden y que, visto lo visto, tal vez sea el único posible. No ser políticamente correcto es, sobre todo, una forma de ser libre, siempre pensando que aún no llegó nuestro Canto a la libertad, verdaderamente nuestro himno, el de muchos aragoneses y aragonesas a los que se nos arrasan los ojos cuando lo escuchamos de tu voz. El otro, sobre el tiempo y la infancia, que siempre termina pareciéndonos lejana, nos ha dejado mirarte desnudo en tu enfermedad, con esa dignidad sobria y lontana a la que nos acostumbras.
Has escrito hermosos libros de viajes con el tiempo acumulado en cada frase. Tu poesía resume muchos caminos por el desierto, ese viajar que es tu victoria. Qué más da con mochila o con baúl, si al final se trata de ser mundo y de interpretar el sabor de las nueces. Como poeta y hombre que nos da la mano, vuelves a mostrarnos que la libertad existe. Y aún sin saberlo, hemos aprendido cómo se hablan y se abrazan los árboles, también en los largos y calurosos veranos.



Teresa Agustín es poeta
Carmen Magallón es profesora

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