sábado, 24 de enero de 2015


El drama cantado de los desahucios

Sílvia Pérez Cruz debuta en el cine con 'Cerca de tu casa', de Eduard Cortés



El forense del imperio americano

George Packer retrata el fin de la cohesión social en EE UU durante las últimas décadas en ‘El desmoronamiento’. “La cohesión social está rota”, afirma

 

 El desmoronamiento es el libro de un forense. George Packer ha abierto en canal un presunto cadáver, las últimas cuatro décadas de Estados Unidos, y ha distribuido sobre la mesa de la autopsia los órganos corroídos por el cáncer. El espectáculo es desagradable. Su lectura, amarga. The Unwinding,el nombre en inglés, publicado en español por Debate, es una crónica importante, soberbia, una obra mayor sobre la carcoma del imperio, un relato real con aroma a gran novela. Su título se refiere a la dilución de los materiales que mantienen unida una sociedad. Para muchos en EE UU, es un libro de terror.

Packer, de 54 años, escribe alarmado. El suyo es un trabajo que nace del miedo en un país poco acostumbrado a sufrirlo. En el café de Brooklyn donde recibe a EL PAÍS admite que, para un europeo, el paisaje que describe puede resultar conocido. Sin embargo, algunos de sus personajes son genuinamente americanos, parias de esa extraña cohesión (la patria, el orgullo de ser americano, el sentimiento de pueblo elegido) que abandona a sus hijos como desechos. En ningún otro país los desgraciados se sienten tan orgullosos de su bandera.
PREGUNTA. Su libro duele. Es desagradable.
RESPUESTA. Admito que es perturbador. Cada vez que intentas agarrarte a algo sólido, se derrumba. El tejido social se deshilacha. Debido a la desigualdad, me he sentido como un corresponsal extranjero en mi país. Carolina del Norte me parece más lejano que Bagdad. También ha sido emocionante porque, aunque la situación es oscura, hay luces que brillan. En esos lugares hay gente que mantiene la luz encendida.
La desigualdad me ha hecho sentirme como un corresponsal. Carolina del Norte me parece más lejano que Bagdad”
P. Pero EE UU, según usted, empeora…
R. Sí. Todas las tendencias empeoran menos una, que son las cifras económicas. La gente en Europa me pregunta cuál es el problema, ya que crecemos al 4%. Y les digo que sí, que la macroeconomía está mejorando, pero pregunte a la gente de Carolina del Norte o de Ohio y le dirá que no tiene esa sensación. Aunque la tendencia es buena, no cambia la vida de las personas ni la realidad que describo en el libro.
P. ¿Pero estamos ante un declive o una transformación?
R. No gano dinero con una bola de cristal. No lo sé. No pienso en esos términos. Pienso más como un novelista, hablo de la gente que está delante de mí. Lo que me preocupa es que seguimos esperando que la nueva economía cree una nueva sociedad. Si hay un nuevo orden, ¿cómo será? De momento no veo la transformación, así que para mí es un declive.
P. ¿Está en peligro la cohesión social en Estados Unidos?
R. No solo está en peligro, está rota. ¿Qué es la cohesión social? Es cuando tu destino está vinculado al de otras personas en tu comunidad o tu país, cuando los líderes de las principales instituciones tienen una visión que te incluye y, aunque buscan su beneficio, también es el tuyo. Hoy en día no es así. Su beneficio es su beneficio. En el Congreso se comportan igual que en Wall Street. No construyen nada. Todo es cortoplacismo. No existe cohesión porque no pagan un precio por sus errores. No hay políticos destituidos por impedir la recuperación económica. Ningún político pagó por Irak, ni ningún general. Bush fue reelegido. La gente que paga es la más pobre. Un soldado raso tiene más posibilidades de ser expulsado por perder su fusil que un general por perder una guerra. Así es esta sociedad.
Packer, periodista de largo aliento de The New Yorker, excepcional cronista de Irak, rehúye el análisis en su libro. No hay investigación política, ni sociológica, ni económica. No hay explicaciones, ni conclusiones. El desmoronamiento es relato puro, minucioso, periodismo de altísima calidad en el que el autor deja claro quién le despierta compasión (normalmente aquellos que se salen de lo establecido, como el escritor Raymond Carver) y quién le repugna (Wall Street, la clase política y famosos como Jay Z).
Seguimos esperando que la nueva economía cree una nueva sociedad. Pero de momento no veo la transformación”
P. Su libro solo tiene tres páginas de tesis. Las 500 restantes son historias de personas o de determinados lugares. ¿Es esa la clave de su éxito?
R. Creo que es una de las razones por las que ha tenido tantos lectores. A la gente le gusta leer historias. Quería presentar una fotografía del país sin conclusiones que son sabidas. Quería llegar al sistema nervioso de la gente, no a su cerebro. Quería entrar en su circulación sanguínea, en sus sentimientos. Pensé que sería divertido estructurarlo como una novela, pero inusual, lo que me llevó a la trilogía de John Dos Passos.
P. Pero Dos Passos, con su obra (Trilogía USA, en la que historias de individuos de ficción se mezclan con biografías reales, collages de titulares, noticiarios y letras de canciones antes, durante y después de la I Guerra Mundial) quería despertar a la clase obrera en un momento en que el marxismo ofrecía una teoría para transformar la realidad. Hoy, ¿qué tienen los partidos de izquierda? No disponen de esa teoría.
R. Y no se puede inventar. No podía hacer lo mismo que Dos Passos. En nuestro mundo no hay una teoría que convenza a millones de personas de que esa es la dirección en la que se mueve la historia. Para Dos Passos, esa idea murió en España, porque fue a Madrid durante la Guerra Civil y, mientras estaba haciendo una película con su amigo José Robles [profesor de literatura y de español formado en Estados Unidos y traductor del escritor de Chicago], este fue detenido y fusilado por los comunistas. Para Dos Passos, ese fue el fin de la teoría de la historia. En el siglo XXI hay muchos intelectuales de izquierdas que tratan de crear una visión de la igualdad o un activismo medioambiental, y es bueno, pero si no atraen la imaginación del público es solo un puñado de gente escribiendo libros y hablando entre ellos. Ese es el problema, pero no puedo solucionarlo en mis libros.
Ken Platt y su hijo Ken posan en los altos hornos Jeannette, cerrados en 1984. Sobre ellos habla Bruce Springsteen en 'Youngstown', canción que narra el declive de la industria del acero en Ohio. / Michael Williamson
El desmoronamiento denuncia la destrucción del contrato rooseveltiano con los estadounidenses a manos de unos líderes de la nación que han hecho dejación de sus responsabilidades a favor de la dictadura del dinero. Es la narración de un fracaso.
Tres columnas sostienen el relato: la creciente desigualdad, la última Gran Recesión causada por la codicia de Wall Street y la complicidad de Washington, y la corrupción del tejido moral del país. Packer muestra un manojo de individuos que caminan sobre escombros. En una nación que alardea de su unidad, algunos de esos individuos, descritos con precisión de entomólogo, son desgraciados comidos de chinches que viven en furgonetas en un aparcamiento de Walmart.
Los personajes principales son Jeff Connaughton, un idealista capaz de entregar su carrera y su vida a un despreciable Joe Biden, actual vicepresidente, descrito como un político sin escrúpulos; Dean Price, un superviviente que intenta hacerse rico con el biodiésel; Tammy Thomas, una mujer negra, hija de adictos a la heroína que pierde todo su dinero y se erige en activista de su comunidad, y Peter Thiel, magnate de Silicon Valley, el libertario fundador de Paypal.
El último gran actor es una ciudad, Tampa, en Florida, el terrorífico y delirante paraíso de las hipotecas basura (los juzgados sentenciaban hasta 120 desahucios al día), donde miles de personas lo perdieron todo en un aquelarre de incompetencia y desistimiento de las autoridades, cómplices de los excesos de las entidades de crédito. Allí, con el aderezo del Tea Party, el relato se articula con el periodista Michael Van Sickler, fedatario de la catástrofe, y desgraciados como los Hartzell.
Danny Hartzell y su esposa Ronale son los rostros del desmoronamiento. Hijos de alcohólicos, sin trabajo estable, viviendo en coches o caravanas, solo su amor les permite soportar la pobreza y el drama de una hija con cáncer. El mejor día de su vida es cuando consiguen una dentadura postiza. Ronale no se la pondrá nunca porque, después de tantos años sin dientes, es incapaz de soportar la prótesis.
P. ¿Por qué esas personas?
No hay cohesión porque no se paga un precio por los errores. No hay políticos destituidos por impedir la recuperación”
R. Tenía la ambición de crear un panorama, y ese panorama tenía que incluir ciertos lugares y temas, como la desindustrialización, el declive de la economía obrera que afectó al Medio Oeste. Mi intención era encontrar gente así. Tuve suerte.
P. Y Tampa. La ciudad es un personaje más, el más temible. Esa pareja, Danny Hartzell y su mujer, ¿son el paradigma del hundimiento?
R. Nunca trato a las personas como símbolos, pero sí, Danny y su mujer representan a la clase trabajadora que se hunde. Nunca tuvieron dinero, ni salud, nunca acabaron el colegio. Una generación antes, esas mismas personas podrían haber tenido una vida estable, sin mucho dinero, pero estable. Sus hijos podrían haberse quedado en el colegio y les podría haber ido un poco mejor. Hoy en día, el suyo es un mundo aterrador. No consumen alcohol, ni drogas, no hay violencia en sus vidas. En cierta manera, es una familia modelo. Pero ahora son prescindibles. Nadie nota su presencia a menos que mires en su coche.
Los relatos de Packer se completan con semblanzas de famosos. La presentadora de televisión Oprah Winfrey, el ex militar y político Colin Powell, el rapero y magnate de la música Jay Z o el fundador de Walmart, Sam Walton, son para Packer triunfadores que legitiman el consumismo y la pobreza moral del país.
P. Oprah Winfrey, Jay Z, Sam Walton… No le gustan…
R. No son mis héroes. Oprah tiene cosas admirables, pero hay algo siniestro en ella. Su mensaje es que si eres buena persona y conectas con el universo, te ocurrirán cosas buenas. Ella dice: “Miradme a mí, vengo de la nada, de Misisipi”. Ahora es multimillonaria, la persona negra más rica del mundo. ¿Es realmente esa la verdadera historia? Es como un pensamiento mágico, muy estadounidense. Nos gusta pensar que depende de nosotros. Pero hace que la gente se sienta peor, porque sus vidas no mejoran. Sus espectadores son gente de clase media baja, sus hipotecas superan el valor de sus casas y serán desahuciados. Se deprimen y piensan que es culpa suya. El papel de la gente famosa es muy importante. Son como dioses seculares. Elegimos cuál es nuestro dios, como en el hinduismo.
La realidad da miedo por lo mucho que posee la gente más rica y lo poco que tiene la más pobre. Y eso aumenta”
P. Jay Z es un dios…
R. Jay Z es un dios para los jóvenes de las ciudades. Su mensaje es una versión más dura que la de Oprah: “Que se joda el sistema. Haced lo que he hecho, coged la vía rápida, incumplid la ley, y podréis vivir a lo grande, como yo”. Es inmoral. Es un capitalista gánster que nos enseña la naturaleza gánster del capitalismo. Cuando ves a Jay Z puedes ver a un banquero de Wall Street. No se trata de progresar, sino de lanzar los dados. Pasa lo mismo con Mark Zuckerberg. Quizás es menos aterrador, pero ¿qué es Facebook? Se ha movido rápido y ha revolucionado las cosas. La historia de Zuckerberg es que deja Harvard después de tener problemas, y tiene éxito. Piense en cómo inspira eso a los jóvenes: o todo o nada.
P. ¿Qué descubrió de su país?
R. La gente vive vidas totalmente diferentes. Cuando era niño, las diferencias no eran tan enormes: odiábamos las mismas cenas precocinadas, conducíamos los mismos coches, íbamos a ver las mismas películas, veíamos las mismas noticias, íbamos a los mismos colegios públicos… Ahora, una tercera parte del país ve Fox News y ve un mundo, y una cuarta parte del país ve la NBC y ve otro mundo. Y la mayoría no ve las noticias. La realidad da miedo por lo mucho que posee la gente más rica y lo poco que tiene la más pobre. Y la diferencia aumenta. Es un país muy diferente de aquel en el que crecí.

El desmoronamiento. George Packer. Traducción de Miguel Marqués Muñoz. Debate. Barcelona, 2015. 521 páginas. 24,90 euros (digital: 14,99).

«Wembley es el final de un cuento perfecto»

Abidal explica en primera persona lo que supuso para él levantar el trofeo de la Champions en Wembley con el brazalete de capitán tras haber superado un cáncer de hígado

ÉRIC ABIDAL/ EL PERIÓDICO DE CATALUÑA/Sábado, 24 de enero del 2015
 
Abidal, eufórico, levanta en Wembley la Champions del 2011, que simboliza su mayor victoria.

Es el súmmum. Miras la fotografía y piensas: el Barça ha ganado la Champions, he jugado el partido, me han dado el brazalete de capitán, puedo levantar el trofeo, pero además de esto hay muchas cosas más. Y es el camino para llegar aquí. Esto es el final. Y en el camino hay cosas que yo controlaba, pero en los últimos pasos hasta ese momento me llevó otra gente. PuyolXaviPepTito y todos los que estuvieron ahí.
Porque llega un momento en que yo estoy en forma, tengo posibilidades de jugar y Pep me puede poner en el banquillo o en la grada, y eso ya da igual porque lo importante es que ya he llegado, ya he conseguido el objetivo. Entonces, da la charla y dice: «Abi, titular». Un paso más. Empezamos a jugar y 0-1, 1-1, 2-1 y 3-1. Ganamos. Un paso más. Entonces viene Puyol y me da el brazalete. Un paso más. Subo las escaleras. Un paso más. Y al final levanto la copa. Es el camino perfecto.
Esta imagen la he visto un montón de veces y la voy a seguir mirando toda la vida. Porque cada vez que me preguntan cuál es el momento más guapo que he vivido digo que es este. No la foto, sino todo el camino hasta llegar a esa imagen.
¿Cuál es el principio del camino? [Piensa unos segundos] El principio está lejos. Muy lejos. Diría que cuando veía los vídeos que me enseñaba mi padre de Maradona en su época en el Barça. Y yo salía a la calle e intentaba hacer los mismos gestos que él. Mis tías me grababan y les decía: «Mirad, mirad, que voy hacer lo mismo que Maradona». Y así crecí. Hasta llegar al Barça. ¿Te imaginas? Eres un niño y tiene un sueño, jugar a fútbol; después, ser futbolista profesional; después, intentar jugar algún día en este equipo [señala la foto del Barça], y luego, ganar esto [señala la Copa de Europa].
Es el cuento perfecto. No hay ninguno mejor. Imposible.
Recuerdo también el partido anterior, la semifinal contra el Madrid. Fui a Pep y le dije: «Míster, si me necesitas, aquí estoy». Y él me dijo: «Te pongo en el banquillo». No sabía si iba a jugar. Y pasa el tiempo, ganamos, pasa el tiempo, y entonces me dice: «Abi, vete a calentar». Joder. Buffff. Fue una sensación, un subidón... Solo fueron dos minutos, pero entré como un avión, me sentí despegar... Volaba. Solo faltaba que me levantara del suelo. Para mí era la victoria de todos: del equipo, de la gente, porque todo el público estaba a mi lado. Y con el Madrid y a la final.
Y después Wembley. Normalmente Pep hacía la charla antes de salir del hotel, pero ese día la dio en el vestuario. Cuando llegamos, faltaba una hora y 10 minutos para el partido. Fuimos a una sala, estábamos todos sentados, puso un vídeo y cuando dijo el equipo que jugaba me puso a mí en lugar de Puyol. La cara que debí poner... «No puede ser», pensaba, y creo que hasta perdí unos kilos [risas]. Y entonces, ya me metí en el partido, venga, no pasa nada, y todos animándome.
Y luego, el momento en que Puyi me dio el brazalete. «¿Qué haces? ¿Estás loco? No, no, no». Y él: «Sí, sí, sí. No te preocupes, lo hemos hablado y todos queremos que seas tú». Por eso digo que al final del camino mandaban los demás, no yo. Y encima el que me dio la copa fue Platini, me felicitó -y cada vez que me ve me sigue felicitando- y me dijo que el equipo y yo nos merecíamos esa Champions. Y cuando voy a recogerla, escucho a Víctor gritando: «Abi, levántala bien alto». Y claro que la levanté bien alto.

martes, 20 de enero de 2015


Recreo de Messi en Riazor

Un triplete del argentino firma una plácida victoria del Barcelona ante un Deportivo rendido

Los azulgrana esperan aún al mejor Iniesta y a que Rakitic logre más continuidad



Messi se va de Lopo y Bergantiños. / LAVANDEIRA JR (EFE)
Hubo un momento, a la media hora de partido y con ventaja mínima del Barcelona, en el que Mascherano se quedó con la pelota en los pies, la jugó con un cierto aire abúlico con Piqué, se la pasaron en dos ocasiones hasta que la pelota volvió a quedar a pies del zaguero argentino. El futbolista más adelantado del Deportivo, Oriol Riera, observaba la acción a varios metros sin atreverse a arriesgar en una presión en la que obviamente le iba a castigar la inferioridad numérica. Veinte metros más atrás el resto de sus compañeros basculaban en sendas líneas de cuatro y cinco piezas sin más plan que esperar, sin mayor ambición que aguardar que el error del rival, que se le olvidasen las llaves y no abriese la puerta del gol.

Deportivo, 0-Barcelona, 4

Deportivo: Fabricio; Juanfran, Sidnei, Lopo, Luisinho; Alex Bergantiños, Juan Domínguez, Medunjanin (Lucas Pérez, min.78); Cuenca, Cavaleiro (José Rodríguez, min.46); y Oriol Riera (Toché, min.63).
Barcelona: Bravo; Alves, Piqué, Rakitic, Mascherano, Jordi Alba; Busquets (Bartra, min.66), Rakitic, Iniesta (Rafinha, min.66); Luis Suárez, Messi y Neymar (Pedro, min.70).
Goles: 0-1. M. 10. Messi. 0-2 M. .33. Messi. 0-3 M.62. Messi. 0-4. M.83. Sidnei, en propia meta.
Árbitro: Martínez Munuera. Amonestó a Riera, Toché, Bartra y  Alves.
 25.173 espectadores en Riazor.
Ese fue el Deportivo que se opuso al Barcelona con las armas de un pequeño sin fe, carente de agresividad y pujanza, de alma, goleado al fin porque a Messi pocos candados se le resisten: apareció cuatro veces antes del descanso y pasaportó dos balones a la red, el primero lo había sacado a córner Fabricio en una intervención prodigiosa, el último lamió el larguero. Entre medias marcó con excelencia el fenómeno argentino, del que ya se sabe que convierte lo extraordinario en cotidiano. En media hora solventó el partido al rematar de cabeza como el mejor de los arietes un preciso servicio de Rakitic, luego entró con el balón en la portería de Fabricio tras evitarlo con una suave vaselina.
El astro del equipo de Luis Enrique convierte lo extraordinario en cotidiano
Venció el Barcelona, que convirtió Riazor en un balneario, un espacio para solazarse, olvidar pasados desastres y disfrutar del manejo del balón, lo mejor que le puede pasar a un equipo como el de Luis Enrique. Se encontró con un rival que dimitió de toda disputa, que le permitió un ritmo plácido, relajado para atacar y defenderse, que no le exigió la necesidad de apretar tras cada pérdida porque jamás encontró la manera de desplegarse, como si cada vez que tenía que avanzar unos metros fuera prisionero del pánico. Sumó el Barça tres puntos para mantener el ritmo de la cabeza en un monólogo en el que por momentos se abandonó al relajo, en el que le pudo golpear el rival en un momento complicado si hubiesen tenido algo de pegada Isaac Cuenca y Medunjanin en sendas llegadas que agitaron Riazor, un coliseo menos efervescente que de costumbre, como resignado a la manifiesta inferioridad de su equipo.
Luis Suárez estuvo desafortunado hasta la desesperación en el remate
Ocurrió que la suma final de oportunidades tiñó de una cierta dignidad el partido del Deportivo, más suelto tras el descanso, un punto más atrevido para que Bravo se estirase tras una punterita de Juan Domínguez que se iba a la red. Para entonces las batallas del Barcelona se enfocaban a mantener la ventaja con una cierta economía de esfuerzos y activar a algunas de sus piezas, por ejemplo a Luis Suárez, de nuevo esforzado en la brega y desafortunado hasta la desesperación en el remate, en la búsqueda de la diana que alimentase su hambre de goleador, que buscó hasta la última jugada del partido y volvió a pasar de largo. O a Neymar, bullicioso, siempre con alguna pirueta digna de aparecer en los highlights de la jornada, apenas decisivo.
Los visitantes hicieron de A Coruña un balneario en el que disfrutar del manejo del balón
A la espera aún del mejor Iniesta o de que Rakitic, excelso en el pase del primer gol, encuentre más continuidad y peso en el juego, al Barcelona siempre le dan argumentos para imponerse la debilidad de tantos rivales del pelaje de este Deportivo de supervivencia y sobre todo Messi, que dejó un tercer prodigio, un triplete coronado al encontrar por bajo un ángulo inverosímil para el meta local. Partió desde la derecha y acabó en la mediapunta, aparentemente inactivo sin la pelota, destilando esa sensación vaporosa que se convierte en tempestad en cuanto se activa. Transitó hacia la mediapunta a medida que avanzó el partido, mientras caían los goles, contundente y sutil en la definición. Su aire ausente no engañó a nadie, se lo pasó como un niño en un parque de bolas, disfrutó tanto que su entrenador, puestos a reservar piezas, dosificó los esfuerzos de otros compañeros. Prefirió que fuese el árbitro el que con su pitido final fuese el que le dijese que se acabó el recreo. Y se llevó la pelota bajo el brazo. Una más.

domingo, 18 de enero de 2015


Giorgio Napolitano, el anciano presidente que doblegó a Berlusconi

El único jefe de Estado italiano en ser reelegido, antiguo comunista, dejó esta semana el cargo tras ocho años y medio




El periodista Indro Montanelli dijo de Silvio Berlusconi: “No tiene ideales, solo intereses”. De Giorgio Napolitano se podría decir, exactamente, lo contrario. El pasado miércoles, a las diez y media de la mañana, el viejo comunista —dentro de unos meses cumplirá 90 años— firmó su dimisión como presidente de la República, se despidió de sus colaboradores en el palacio del Quirinal y regresó tranquilamente, del brazo de su esposa, a su apartamento del barrio romano de Monti. Sin más alharaca que la que quisieron montar Domenico el barbero y Pietro el carnicero ante el regreso de su vecino más ilustre después de ocho años y medio al frente de la jefatura del Estado. Un mandato doble —nunca antes se había reelegido a un presidente— en el que Napolitano logró, entre otras cosas, que los intereses particulares de Berlusconi no se superpusieran a su legítimo ideal de político que no se deja chantajear.
No fue fácil. Si ya el presidente anterior, Carlo Azeglio Ciampi, sufrió el populismo de un magnate y político bendecido por las urnas, a Giorgio Napolitano le tocó enfrentarse a la peligrosa agonía de una bestia herida. Y lo hizo descabalgándolo primero del poder, obligándolo después a aceptar un gobierno técnico que sacara a Italia de sus entuertos y resistiéndose más tarde —cuando las condenas judiciales lo dejaron fuera de la primera línea de la política— al indulto que, unas veces por las buenas y otras por las no tan buenas, Berlusconi no ha parado de exigir. No eran pocos en Italia los que daban por seguro que, antes o después, el viejo presidente de la República aflojaría el pulso y, por encima o por debajo de la mesa, ofrecería al otrora Cavaliere una escapatoria de la justicia a cambio de su apoyo a las reformas que tanto necesita Italia. Pero Napolitano, aun siendo el primer instigador de esas reformas, se negó a pagar un precio tan alto.
Y ahora, desde su apartamento de Vía dei Serpenti o desde el despacho que, como senador vitalicio, le corresponde en el palacio Giustiniani, Napolitano puede volver la vista atrás y observar satisfecho las razones por las que, en la hora del adiós, François Hollande le ha enviado ese mensaje de despedida —“eres un amigo de Francia, y Francia está orgullosa de tener un amigo como tú”— o Barack Obama aprovechase en 2009 la reunión del G8 en L’Aquila, donde acababa de producirse el terrible terremoto, para declarar públicamente su amistad: “Napolitano tiene una reputación maravillosa. Y merece la admiración de todo el pueblo italiano, no solo por su carrera política, sino también por su integridad y gentileza: es un verdadero líder moral y representa de la mejor manera a vuestro país”. En aquel momento, las declaraciones de Obama no fueron entendidas solo como un elogio al presidente de la República, sino también como una llamada de atención hacia los valores —liderazgo moral, integridad, capacidad de representar dignamente a un país— que no adornaban precisamente al primer ministro, Silvio Berlusconi.
Napolitano, por añadidura, era el primer presidente comunista de la historia republicana, y a Silvio Berlusconi le encantaba agitar el fantasma del comunismo para reforzar su liderazgo. Por tanto, que un presidente de los EE UU hiciera tal elogio de la reputación y de la “carrera política” de Napolitano —siempre ligada al mítico PC— supuso entonces un gran disgusto para el jefe de Forza Italia. Pero nada comparable con lo que tendría que soportar cuando —noviembre de 2011— Napolitano, respaldado por Bruselas y los mercados, le quitó literalmente al Gobierno de Italia, al borde del precipicio económico y moral, y lo puso en manos de un gabinete técnico dirigido por Mario Monti.
A partir de ese momento, un Napolitano ya anciano se convierte en figura central de la política italiana y europea. Atrás queda toda una vida dedicada a la política. En 1942, nada más licenciarse en Derecho, fundó un grupo antifascista que, durante la II Guerra Mundial, tomó parte en numerosas acciones contra los nazis. En 1945, con solo 20 años, se afilió al Partido Comunista Italiano (PCI), donde permaneció hasta 1991. Del currículum de Napolitano resulta especialmente atractivo la naturalidad con la que ha sabido combinar su trayectoria comunista —en él se sintetiza toda la historia del PCI del “dopoguerra”— con su condición de hombre de Estado: parlamentario desde muy joven, desarrolló cargos tan sensibles como presidente de la Cámara de Diputados o ministro del Interior. Los periódicos italianos destacan estos días precisamente que siempre hizo lo que había que hacer en cada momento: la batalla contra el fascismo, la construcción de una república constitucional y su compromiso con las instituciones. Un compromiso que el PCI ya demostró cuando, en los años duros de la lucha al terrorismo, se situó al lado de la Democracia Cristiana (DC) para plantar cara al terror.
Los últimos años, en cualquier caso, no han sido fáciles. Su entorno ha desvelado que, a veces, la amargura superó incluso su cansancio físico. No solo porque la debilidad de los partidos tradicionales —en permanente gresca con sí mismos y sordos ante las nuevas demandas ciudadanas— le obligaron a repetir mandato, a forzar hasta el límite sus prerrogativas constitucionales, a proponer candidatos —Mario Monti, Enrico Letta— que después eran derribados por ajustes de cuentas partidistas, sino porque se convirtió en blanco diario de los ataques de Beppe Grillo y de Silvio Berlusconi. El líder del Movimiento 5 Estrellas, utilizando el mismo trazo grueso con el que luego ha tachado las esperanzas de su propio grupo, acusó al viejo comunista de los mismos pecados de la casta más corrupta. Y Berlusconi, de quien vuelve a depender en gran medida la elección del próximo presidente de la República, aún no se cree que el viejo Napolitano le haya resistido el pulso.
El pasado jueves, a las diez y media de la mañana, justo 24 horas después de firmar su dimisión como presidente de la República, el ya expresidente Giorgio Napolitano llegó al palacio Giustiniano para hacerse cargo de su despacho como senador vitalicio de la República. Se quitó su sombrero, saludó con un esbozo de sonrisa y se puso a trabajar. La normalidad republicana que tanto celebran en su barrio Domenico el barbero y Pietro el carnicero.