miércoles, 21 de septiembre de 2016











Del blog de Antonio Baylos.


La memoria de Letelier no es solo nuestra

Se cumplen 40 años del asesinato de Orlando Letelier, miembro del Gobierno de Salvador Allende


Habíamos trabajado por más de dos horas en la columna en la que Orlando Letelier debía rechazar la pretensión de Pinochet de privarlo de su nacionalidad cuando sonó el teléfono de mi casa. Escuché la voz de Orlando contento que la hubiesemos terminado, pero ansioso por ver la propuesta y corregirla. Te pasaré a recoger mañana a las ocho y media y seguimos en mi auto al trabajo, me dijo. Le expliqué que no podría acompañarlo, que mi mujer me había pedido que cuidara de nuestros dos hijos pequeños mientras ella atendía un compromiso de primera hora. Acordamos que estaría a las 9.30 en el Instituto donde compartíamos una oficina con el artículo en la mano.

Solo tres semanas antes el dictador y todos sus ministros, militares y civiles, incluidos algunos “Chicago Boys”, habían suscrito un “Decreto Supremo 588” en el que se declaraba al ex Canciller de Salvador Allende, “traidor a la Patria”. Waldo Fortín y yo, sus ayudantes chilenos en Washington, preparamos la respuesta. Esta sería publicada algunos días mas tarde en el New York Times.


Orlando Letelier no alcanzaría jamás a ver ese texto. En la mañana del día 21 de Septiembre de 1976, él y su colega Ronnie Moffitt morian asesinados por agentes de la dictadura de Pinochet con una bomba instalada bajo el auto mientras transitaban junto al marido de Ronnie, Michael, por Sheridan Circle, a solo metros de la Residencia de la Embajada de Chile. Sería el primer atentado terrorista cometido por un gobierno extranjero en la capital de los Estados Unidos.
Más de un año antes, Letelier había vuelto a Washington luego de haber sido encarcelado el mismo día del golpe de Estado que destruyó la democracia chilena, el 11 de Septiembre de 1973. Tras pasar casi dos años preso en la remota isla Dawson en el sur antártico de Chile, quien había sido Embajador en Washington y Ministro de Relaciones Exteriores de Salvador Allende, fue primero expulsado a Caracas, y de ahí se trasladó a Washington, con su esposa Isabel y sus cuatro hijos: una ciudad a la que conocía bien, por haber sido durante años funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo.
Ni Letelier, ni los chilenos que nos habíamos reunido con él para denunciar en Estados Unidos las atrocidades cometidas por la dictadura chilena, ignorábamos los peligros que corrían quienes dirigían estos esfuerzos. Pinochet había ordenado el asesinato del ex comandante en Jefe del Ejército Carlos Prats y de su esposa Sofía en 1974, y luego el asesinato frustrado de el líder demócrata cristiano Bernardo Leighton en Roma en 1975. Creíamos sin embargo que el dictador chileno no se atrevería jamás a cometer un atentado en Washington. Ignorábamos entonces lo que Pinochet había dicho a Henry
Kissinger tres meses antes del crimen en Sheridan Circle, cuando a las melosas promesas de apoyo del Secretario de Estado, había respondido tercamente con un reclamo y una amenaza: “será lo que usted dice, pero ahí están Orlando Letelier y Gabriel Valdés atacandome en el Congreso de los Estados Unidos”. Gabriel Valdés, mi padre era en esa época responsable del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en Nueva York.
Pinochet no estaba equivocado. A Orlando Letelier le unía una amistad con el Senador Ted Kennedy, conocía muy bien a George Mac Govern y Edmund Muskie y en 1975 había promovido el viaje del Senador Tom Harkin y el Congresista George Miller a Chile y a sus centros carcelarios. El dia antes de su asesinato preparábamos juntos la visita al Congreso de la esposa de un
dirigente socialista condenado a muerte por la dictadura, y un mes antes, Letelier y Valdés habían respaldado la primera reunión entre miembros de la izquierda y el centro demócrata cristiano chileno en Nueva York. Esas eran las razones por las que Pinochet les temía a ambos.
Hoy sabemos gracias a un memorandum del Secretario de Estado George Shultz al Presidente Ronald Reagan del 10 de Junio de 1987, que un informe de la CIA concluyó fehacientemente que Pinochet dio dio personalmente la orden de asesinar a Letelier.
Han transcurrido cuarenta años desde este crimen y el próximo día 23, la Presidenta de Chile, Michelle Bachelet, estará presente en Sheridan Circle junto a los familiares y amigos de Letelier y Ronnie Moffitt para conmemorar esta tragedia. Gracias a la persistencia del FBI, que logró superar todos los obstáculos que se le tendieron en Santiago y en Washington para oscurecer el crimen y confundir a sus investigadores, se encontró a los culpables y ellos fueron encarcelados. Gracias a la administración Carter que dio impulso a la investigación, al Presidente Clinton que desclasificó miles de documentos sobre Chile, y al Presidente Obama que desclasificó documentos importantes sobre el caso Letelier, pero muy especialmente gracias a los periodistas, investigadores y amigos de Orlando y Ronnie que nunca dejaron de luchar por la verdad, hemos sabido más acerca de ese período trágico que unió de manera siniestra a quienes entonces nos gobernaban y a través de ellos a nuestros países.
Ni el golpe militar chileno, ni el primer atentado terrorista ocurrido en Washington son solo asuntos internos de los chilenos. Son asuntos de chilenos y de norteamericanos. Y no sólo porque el cobarde atentado de Sheridan Circle cobró la vida de una maravillosa joven norteamericana, sino porque como Michelle Bachelet y Barack Obama han sabido reconocer, es la construcción democrática de nuestras sociedades la que ha exigido levantar el velo y asumir la verdad de lo sucedido. Esa es la única respuesta posible para el decreto 588 que hace cuarenta años autorizó el asesinato en Washington de Orlando Letelier.

Juan Gabriel Valdés es embajador de Chile en Estados Unidos

martes, 20 de septiembre de 2016





Hablar del franquismo hoy

La exhibición temporal de dos estatuas franquistas en el Born pretende cuestionar la impunidad de los crímenes de la dictadura que aún hoy persiste

Gerardo Pisarello/ Primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona/  El Periódico de Cataluña/ Lunes, 19 de septiembre del 2016


                         
Esta semana regresa al Ayuntamiento de Barcelona el debate sobre la exhibición temporal de dos estatuas franquistas en el Born. Cuando un esbozo de la propuesta se filtró a la prensa durante el verano, algunas voces señalaron que la iniciativa banalizaba, cuando no exaltaba, la dictadura. Otras, que con ello se pretendía mancillar la memoria de 1714. Pasado el encendido clima previo a la Diada, quizá sea posible discutir de manera más serena e informada el sentido de la propuesta.
Huelga decir que no se está ante una iniciativa neutra. Por el contrario, su objetivo explícito es cuestionar la impunidad de los crímenes del franquismo que todavía hoy persiste. De hecho, la exhibición de las estatuas viene precedida de una muestra sobre la tortura durante la dictadura. Este tema nunca se había tratado de manera específica en una exposición. Es más, ha sido negado o directamente expulsado del discurso público como una cuestión incómoda.

ESCENARIOS DE TORTURA

Miles de jóvenes no saben que todavía en los años 70, los jeeps de la Policía Armada, los vehículos camuflados de la Brigada Político-Social, las jefaturas de Policía o los cuarteles de la Guardia Civil eran escenarios de torturas. Vejaciones que no tenían nada que envidiar a las de la Gestapo o, más tarde, a las del FBI o la CIA. La exposición pretende sacarlo a la luz. Y hacerlo, sobre todo, a través de la voz de quienes padecieron estos maltratos. Todas las víctimas, como escribía Manuel Vázquez Montalbán en 1985, "anarquistas, comunistas, nacionalistas, que conservarán mientras vivan en su memoria el recuerdo de todos los profesionales de la humillación".
Pero no se trata solo de rememorar las vejaciones del pasado, sino de recordar las resistencias que generó y las complicidades –militares, judiciales, intelectuales, políticas– que la hicieron posible. Unas complicidades que explican, en buena medida, su impunidad y las grandes carencias de la democracia actual (incluida la reproducción de la tortura en casos como los de Lasa, Zabala, y tantos otros).

LOS SÍMBOLOS DE LA DICTADURA

Un sentido similar tendrá la exposición Franco. Victoria. República. Impunidad y espacio urbano. Mostrar la permisividad con los símbolos de la dictadura a partir de la historia de tres estatuas emblemáticas y de sus autores, Josep Viladomat y Frederic Marès. Ambos trabajaron para la República, exaltaron el franquismo y acabaron premiados por la democracia.
Marés llegó a ser escultor oficial del régimen. Esculpió La Victoria, en homenaje a él, y recompuso la estatua del esclavista Antonio López, abatida por anarquistas durante la República. A pesar de ello, fue reconocido por diferentes sectores de la cultura catalana y distinguido por los gobiernos de Jordi Pujol y de Pasqual Maragall.
Viladomat, por su parte, esculpió La República en los años 30 y marchó al exilio tras el levantamiento franquista. En los 60, sin embargo, acabó por aceptar el encargo del alcalde Porcioles de realizar una estatua en homenaje a Franco en el castillo de Montjuïc. Esta estatua llegó a presidir un Museo Militar donde se ensalzaban las glorias del régimen. Y también generó reacciones contrarias. Desde la de 1985, cuando fue teñida de rosa, hasta la que la llevó a su estado actual, la de una ruina decapitada en el 2013.

LUCHAR CONTRA LA IMPUNIDAD

La exhibición temporal de las estatuas viene acompañada por fotografías, vídeos, textos y obras teatrales. Es obvio que luchar contra la impunidad del franquismo exige mucho más. Bien lo sabe el actual gobierno municipal, que se ha personado en la querella contra los bombardeos fascistas a Barcelona de 1938; que colabora con la causa abierta en Argentina contra los crímenes franquistas; que realizó el primer gran homenaje en el Born al presidente Companys, con motivo del 75 aniversario de su fusilamiento; y que ha impulsado activamente la rehabilitación de memorias democráticas olvidadas y criminalizadas: republicanas, catalanistas, obreras, libertarias, feministas.
Pero nada de esto es excusa para no avanzar, algo que han reconocido historiadores de diferente orientación, como Josep Fontana o Joan B. Culla. Mucho menos cuando en España y en Catalunya aún hoy se consienten monumentos franquistas como el del Valle de los Caídos o el de la Batalla del Ebro, en Tortosa. O cuando se permitió que el Memorial Democrático de Via Laietana fuera cerrado y reemplazado por un hotel.
Es lógico que un debate sobre estas cuestiones incomode y nos interpele. Pero este es el sentido de una política memorial democrática. Romper el silencio, recordar a las mujeres y hombres que hicieron posibles nuestras libertades, y evitar que hechos intolerables del pasado sean olvidados o normalizados por las generaciones presentes y futuras.