viernes, 6 de mayo de 2016


Regañar a los políticos es gratuito


No hay nada en el ADN de lo público que lo haga menos dinámico que lo privado.

Hay mitos que se hacen pasar por realidades. Forman parte de las fantasías políticamente correctas de cada momento. El presidente del Círculo de Empresarios, Javier Vega de Seoane, intentó la semana pasada sentar como verdad uno de esos mitos al comentar el fracaso de los líderes de los partidos políticos a la hora de formar Gobierno y, como consecuencia, haber tenido que convocar nuevas elecciones generales: "Si los partidos políticos funcionasen como las empresas, cambiarían de líderes tras un fracaso como este. En una empresa privada estos líderes serían relevados" (El Mundo, 28 de abril).
No es cierto. Intenten enumerar, por ejemplo, una docena de grandes empresas privadas que hayan sustituido a sus presidentes o a sus principales directivos por un fracaso profesional. En el caso de que exista alguna, que las hay, los altos ejecutivos relevados no se van a su casa, como habitualmente lo hacen los políticos de los partidos, con una mano delante y otra detrás, sino a cambio de indemnizaciones extraordinarias: los célebres paracaídas dorados para el fracaso. Solo 12 de los altos ejecutivos que dirigieron la gran banca de EE UU en las vísperas y durante el masivo hundimiento de Wall Street desde el otoño de 2008 fueron expulsados de sus puestos, y lo hicieron a cambio de unas indemnizaciones de más de 500 millones de dólares.
Paracaídas de oro: contratos blindados por los cuales sus beneficiarios reciben cantidades fijadas previamente en caso de cese, despido o cambio de control de la empresa. Se calcula que cerca del 90% de las empresas del Ibex 35 tienen blindado a alguno de sus ejecutivos. Recuérdense algunos de los ejemplos más sonados: Ángel Corcóstegui abandona el Banco Santander a cambio de 108 millones de euros, en 1999; José María Amusátegui, 43,7 millones en 2001; José Ignacio Goirigolzarri o Ángel Cano, ambos del BBVA, con 53 millones y 45 millones. Y más recientemente, los controvertidos casos de los altos ejecutivos de algunas cajas de ahorros intervenidas (NovaCaixaGalicia, CAM...), o del presidente y el consejero delegado de Abengoa (11,5 y 4,5 millones) después de que la empresa solicitase un preconcurso de acreedores, con un endeudamiento de más de 9.000 millones de euros.
Estas son prácticas inexistentes en el mundo de la política. En este sentido la superioridad de la empresa privada sobre lo público es una construcción falsa de la realidad. Hay empresas privadas más eficaces que las públicas y viceversa. No hay nada en el ADN del sector público que lo haga a priori menos dinámico que el sector privado, como podría desprenderse de las palabras del presidente del Círculo de Empresarios, una organización que aglutina alrededor de 200 empresas entre las que está la mayor parte del Ibex 35, y que se cooptan entre sí. Esta visión considera que el sector privado es innovador y competitivo mientras que el Estado desempeña un papel más estático, debiendo intervenir en el mercado solo para subsanar posibles fallos en el desarrollo de sus actividades.
El economista José Moisés Martín Carretero (España 2030, editorial Deusto) acaba de analizar cómo el Estado ha sido útil en numerosas ocasiones no solo para corregir los "fallos del mercado" sino para la creación de nuevos mercados. Sigue la senda de la economista italiana Mariana Mazzucato que en El Estado emprendedor (RBA) desmonta con rotundidad este falso mito y se pregunta qué ocurriría si la innovación, por ejemplo, quedase exclusivamente en manos del sector privado, y por tanto se retiraran los recursos financieros que el sector público invierte en investigación básica o en nuevos sectores, con un elevado nivel de incertidumbre.
Regañar a los políticos de modo gratuito es, en muchos casos, una forma de demagogia facilona. Y en determinados casos, temeraria.

Puño en alto

  En esta Europa a la deriva volvemos a tener la necesidad de símbolos, como el de Tess Asplund


Josep Maria Fonalleras/ Escritor/ El Periódico de Cataluña/ Viernes, 6 de mayo del 2016.

¿Qué estaría pensando Tess Asplund cuando levantó el puño y miró fijamente los ojos tenebrosos de uno de los jefes de los fascistas que desfilaban en Borlange? Lo explicaba en el reportaje de Marta López: «Son nazis, extienden el odio». Tess Asplund es negra y sueca y se dirigió a los miembros del Movimiento de Resistencia Nórdico con la única fuerza de su puño en alto (el derecho) y con la dignidad de una mirada que no se rinde ni se agacha ante la violencia. Tess Asplund lleva la cabeza rapada, como ellos, pero en su cráneo está la entereza de la mujer sola, en medio del océano de menosprecio, hombres juntos que caminan con un ideario de odio y fabulaciones sobre el dominio de la raza blanca. David Lagerlöf, el fotógrafo que nos ofrece la imagen, recalca la importancia del momento. «Es un gesto simple», dice, pero esconde, sobre todo, el afán de hacerles frente. La valentía no es un asunto que se piense, sino que nace del alma de quien tiene miedo (¿quién no tiene miedo ante el ímpetu del Mal?) y decide, de repente, dar un paso adelante. Porque toca. En esta Europa a la deriva volvemos a tener la necesidad de símbolos, como el de Tess Asplund, pantalones negros abombados, pendientes como lágrimas, un jersey ancho, lila, con un cuello como una bufanda, con una bolsa de plástico a rebosar. Y el puño que se alza contra la barbarie anunciada, contra el ascenso de las olas que quieren negar la democracia, los derechos, la humanidad. Como hace 80 años.