viernes, 24 de mayo de 2013



Pasado sin futuro

La historia suele cerrar sus ciclos con un candado invisible, y quienes se los saltan acaban pagándolo


El retorno de Aznar al ya de por sí tórrido escenario político español tuvo, como comentaron incluso algunos de sus propios correligionarios, un cierto aire de farsa. Como en la conocida cita de Marx, es lo que suele pasar cuando vuelven los grandes personajes de la historia. O los que así se consideran, claro. No seré yo, sin embargo, quien se encargue de abundar en ello. Contrariamente a lo que pueda acontecer en su partido, no creo que sea una cuestión que nos deba inquietar. La historia suele cerrar sus ciclos con un candado invisible, y quienes se los saltan acaban pagando por ello. Sobre todo cuando tratan de aplicar recetas de su tiempo a situaciones y contextos radicalmente nuevos. Y el que hoy nos concierne no pasa por rescatar antiguos líderes salvíficos. Ni tampoco, y esto ya me resulta más preocupante, regresar a modelos de sociedad que habíamos dado por superados, como ocurre cuando se trata de restablecer el valor de la asignatura de religión, la reversión de la ley del aborto o la vuelta a la disputa sobre las lenguas en el sistema educativo. Quizá, como decía el bueno de Tocqueville, porque son manifestaciones de la “desesperación de un pasado que se niega a arrojar luz sobre el futuro y deja que la mente humana divague en la oscuridad”.
Vivimos, en efecto, en tiempos oscuros. Y por nuestra ya larga experiencia histórica sabemos que suelen ser los más propensos a caer en la añoranza de las certidumbres pretéritas: los liderazgos firmes, los antiguos vínculos religiosos que nos soldaban a una eticidad común, el país vertebrado y de “una pieza”. Suele ser el tic del conservadurismo cuando siente el vértigo al cambio social. Pero, para bien o para mal, es el mundo que hemos perdido y que ya no puede recuperarse de nuevo. Y menos todavía recurriendo a la vía legislativa. La religión católica no se rehabilitará blindándola en el currículo escolar, sino por la acción de las familias de esta confesión y su colaboración con las parroquias. Y la forma más efectiva de combatir el aborto es facilitando medios a las madres solteras, ayudas por hijos u otros mecanismos de auxilio social, aunque al final la decisión última la debería tener cada mujer afectada. Nuestra idea de España, por otro lado, deberá corresponderse con aquello que deseen los españoles de hoy, no con la traslación, a modo de contrafáctico, de un modelo idealizado de lo que deba ser.
Sí hay, sin embargo, cosas que merece la pena conservar —o, en su caso, alcanzar— porque nos afectan a todos, no a alguna de las partes. A este respecto es imprescindible mantener la cohesión social, suturar las fracturas sociales creadas por la crisis y el desempleo masivo; gozar de un Estado eficaz y vertebrado a partir de la pluralidad; y sentar las bases para afrontar la cada vez más difícil competitividad económica sin renunciar a las prestaciones del Estado de bienestar. Y, como punto de atención particular, ofrecer una expectativa de futuro a los jóvenes, que son las grandes víctimas de la actual situación y el mayor ejemplo de nuestro fracaso colectivo. Sin ellos sí que no hay porvenir, porque son los únicos con capacidad para aportarnos las ideas que necesitamos para los nuevos desafíos; son el vínculo natural que conecta el presente al futuro. Cada nueva generación es un nuevo comienzo. Y este país no se podrá resetear hasta que esta generación de jóvenes, que amenaza con perderse en la historia, no recupere el protagonismo que le es debido. Sin ellos estamos condenados a perdernos en un presente con añoranzas de un supuesto pasado mejor, a vagar por la historia sin rumbo conocido.
Con todo, si pudiéramos volver a nuestra historia reciente para, como el buceador de H. Arendt, recuperar “las perlas y el coral”, ese algo “rico y extraño” que sí merece ser resucitado, ¿dónde lo buscaríamos? No en los viejos líderes ni en los “grandes valores” de nuestra tradición, desde luego. Tampoco en una supuesta cohesión nacional que nunca existió. Lo encontraríamos en el ejemplo humilde pero eficaz de un grupo de políticos, casi todos ellos neófitos en esas lides, que se pusieron la historia por montera y se sentaron a pactar un nuevo Estado y una nueva forma de organización política. El consenso de la Transición. Hoy habría de ser distinto, con otros desafíos y temores, y sin garantías de un acuerdo final. Pero siempre será mejor que la terapia que ahora se nos recomienda, los dictados de la mayoría absoluta, la persistencia en la división.

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