jueves, 3 de enero de 2013


Comentario libre
Iñaqui Gabilondo


Cuando oigo hablar mal de los sindicatos, recuerdo mi visita al Masai Mara de Kenia. Observé varios rebaños de gacelas Thonson pastando: y me sorprendía ver que algunas de ellas, situadas en las orillas, no comían, no bajaban la cabeza ni apartaban la mirada del exterior. El guía me explicó que eran las encargadas de avisar al rebaño del ataque de las leonas próximas para que el rebaño pudiera iniciar la fuga. Supongo que si las leonas hubieran manejado los medios de comunicación de la sabana, también habrían lanzado una campaña de difamación contra aquellas gacelas vigilantes, tan incómodas, que las obligan a una larga carrera, en vez de zamparse tranquilamente a la primera despistada que encontraran en su camino. Algo parecido a lo que hacen políticos y empresarios corruptos con los sindicatos, que les estorban para manejar cómodamente a los trabajadores.
Muerte a los sindicatos, nueva moda. Rajar de los sindicalistas, algo fácil y barato, por cierto. Lo llevan en la solapa ciertos políticos, lanzando mensajes subliminales sobre su actual falta de utilidad para los trabajadores, de politización, corrupción, derroche económico.
Resulta curioso: los mismos que alientan al escarnio público, suelen lanzar piedras cargadas por sus propias mezquindades.  Además, la destrucción del sindicalismo hace mucho más fácil la labor de los gobernantes, sin movilizaciones ni huelgas, especialmente la de quienes dirigen detrás de la cortina. Qué bien estaríamos si no existieran los sindicatos, piensan algunos. El problema es que esa frase por la que suspiran los gobernantes : “qué bien estaríamos sin sindicatos” empieza a calar entre la gente de a pie, con un discurso cargado de improperios, gritos, oportunismo, mala leche y, sobre todo, un enorme vacío de argumentos que se resumen en: “Para lo que hacen, mejor que no hagan nada”, “Por mi lo echaba todos y los ponía a trabajar”, “Están vendidos, no se mueven, no están con los trabajadores”. Luego terminan reservándote para el final el placer de oír la raída historia de: “Conozco a uno que está de liberado sindical”.
Confesar ser liberado sindical, en estos tiempos que corren, es un auténtico pecado capital. Mejor inventar cualquier otra cosa antes de que te descubran. Te pueden acechar en cualquier esquina, a cualquier hora: sacando dinero , haciendo la compra, recogiendo a tus hijos en el colegio. Cualquier lugar y excusa es buena para utilizar como insulto la palabra “sindicalista”. Se puede ser banquero chupasangre, se puede ser político en cualquiera  de sus muchos cargos (concejal, alcalde o delegado provincial) y trincar lo que se quiera, aceptar sobornos y trajes, realizar chantajes, revender terrenos públicos, recortarle el sueldo a los trabajadores o directamente despedirlos sin indemnización. Se puede, incluso, aumentar el recibo de la luz a los pensionistas hasta asfixiarlos, o salir en fotos besando a niños y ancianos mientras los colegios y asilos se caen a trozos, cobrar dos o tres sueldos en tres cargos diferentes, declarar a Hacienda que se está arruinado mientras se cobra de mil chanchullos distintos, para que su hijo obtenga la beca que le permita comprarse una moto a costa del Estado.
En este maldito país se puede ser lo que se quiera, pero no sindicalista. Nadie se acuerda ya de la última huelga, aquella en la que nadie de la empresa fue, excepto los dos afiliados que perdieron el sueldo de aquel día, para que luego se firmara un acuerdo que les subió el sueldo a todos. Incluso a los que escupieron sobre la huelga. O de Luís, ese hombre que estuvo 30 años cotizando, y que gracias a la prejubilación que se consiguió en su momento, puede ahora, con 60 años y despedido de su puesto, tirar para adelante sin necesidad de buscar un trabajo que nadie le ofrecería. Recuerden también a Marta, la chica de 23 años que estuvo aguantando un jefe miserable con aliento a coñac, que le obligaba a hacer más horas extras para tener un momento de intimidad donde poder acosarla mientras le recordaba cuándo le vencía el contrato. Hasta que su mejor amiga la llevó al sindicato y, gracias a una liberada sindical, ahora el tipo ha tenido que indemnizarla hasta por respirar.
Son muchos los que les deben algo a los sindicatos, y a los sindicalistas: El maestro que pudo denunciar al padre que le pegó en la puerta del colegio, los trabajadores que consiguieron que nos les echaran de la Renault, la chica que pudo exigir el cumplimiento de su baja por maternidad en el supermercado donde trabajaba. Porque también fue una liberada sindical la que se puso al teléfono el día en que despidieron a Julia, la chica de la tienda de fotos, y le ayudó a ser indemnizada como estipulan los convenios; y aquel otro joven que movió cielo y tierra para arreglarle los papeles al abuelo para procurarle una paga medio-decente, porque los usureros de hace 30 años no lo aseguraban en ningún trabajo. Para qué recordar las horas al teléfono escuchando con paciencia a cientos de opositores a los que no aprobaron, gritando e insultando porque en el examen no les contaron 2 décimas en la pregunta núm. 4. O el otro compañero sindicalista, el que denunció a la constructora que se negaba a indemnizar a la viuda de su amigo Manuel que se mató cuando trabajaba sin casco. Ya nadie se acuerda de dónde salieron sus vacaciones, los aumentos de sueldo que se fueron consensuando, el derecho a una indemnización justa por despido, a una baja por enfermedad, o a un permiso por asuntos propios.
Esta sociedad de consumo, prefiere tirar un saco de manzanas porque una o dos están picadas, por muy sanas que estén las demás. Los precedentes televisivos: entrenadores de fútbol, famosos de la exclusiva en revistas, y demás subproductos, se convierten en clínex de usar y tirar dependiendo de las modas.
Ahora, en un momento en que los trabajadores deben estar más juntos, arropados y combatientes contra quienes realmente les explotan, aparecen grietas. Grietas prefabricadas en los despachos de los altos ejecutivos, ávidos de hincar más el diente en el rendimiento de la clase  trabajadora. ¿Quién tirará la primera piedra?. ¿Serán los políticos gobernantes, o los banqueros quienes hablarán de dejadez o vagancia?. ¿Tendrán capacidad moral los jueces o los periodistas, de hablar de corrupción en las demás profesiones?. ¿Serán más idóneos para iniciar lapidaciones, los empresarios del super-ladrillo?. ¿En qué profesión se puede jurar que no existen vagos, corruptos, peseteros, o ladrones?.  ¿Preguntamos mejor entre  la Iglesia o la Monarquía? .
Pero qué fácil resulta rajar en este país. Siembra la duda y obtendrás fanatismo barato. Qué bien asfaltado le estamos dejando el camino a los que realmente nos explotan cada día.
¡Acabemos con los sindicatos!. Si. Dejemos que la patronal y los bancos regulen los horarios, las pensiones, los sueldos, las condiciones laborales y los costes del despido. Verán cómo nos va ir con la reforma del mercado laboral, cuando los sindicatos dejen de existir y no puedan convocarse huelgas ni manifestaciones. Verán qué contentos se podrán algunos cuando sepan que ya no estarán obligados a pagar las flores de los centenares de trabajadores que mueren todos los años, a costa sus mezquindades”.

Iñaqui Gabilondo.

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