sábado, 30 de mayo de 2015



Cuotas insolidarias

Europa propone cupos minúsculos de refugiados que vende como solidaridad con mayúsculas

 

Así pues, la Unión Europea, que representa a 506 millones de habitantes, cuyo nivel de vida es el más elevado del mundo, acaba de adoptar un sistema de cuotas supuestamente destinado a expresar su solidaridad con los refugiados… es decir 40.000 desgraciados.
Ah, ¡la valiente decisión! Imaginaos la generosidad: sobre tres millones de refugiados sirios, cuatro millones de desarraigados iraquíes —por causa fundamentalmente de la invasión americano-británica de 2003—, dos millones de libios desplazados por la destrucción del Estado libio; millares de eritreos huyendo de la barbarie, afganos y otros más condenados de la tierra, ¡acogeremos a 40.000 en dos años! Una multitud innombrable de seres humanos sufre en nuestras fronteras el odio, las humillaciones, el hambre, pero, cogidos en el punto de mira de la razón de Estado, son silenciados por nuestros rigurosos servicios policiaco-militares. Hablamos de millones, cuando los países europeos se rasgan las vestiduras a la hora de requerirles aceptar unas “cuotas” mínimas. Proclaman su enfado porque, como en España o en Francia, se les ruega acoger a cuatro o cinco mil refugiados. ¿Cuatro mil refugiados para 48.512.012 habitantes en España? ¿Eso es la invasión, la destrucción étnica del país, de su sistema social y su prosperidad? Francia “protesta” contra las cuotas, Alemania las acepta a regañadientes, Gran Bretaña lo rechaza todo; en una palabra: todos están coléricos. ¿Será qué, como había dicho un primer ministro francés —el bueno de Michel Rocard— no podemos “acoger toda la miseria del mundo”?
¿Y si todo eso fuera sólo una siniestra escenificación cuyo objetivo consiste en aliviar nuestras conciencias? ¿Y si esa generosidad milimétrica no es más que la expresión disfrazada de la defensa de un mero chovinismo de la prosperidad? El lenguaje utilizado lo dice todo: se trata de “flujos”, de “cuotas”, de “números”. Palabras cuyo uso se puede aplicar a cualquier objeto (cosa) tangible, siempre que su realidad humana desaparezca.
Solidaridad: ¿quién acoge hoy a millones de refugiados en el Mediterráneo? El mundo árabe, puesto en órbita caótica por las grandes potencias. Después de la destrucción de Irak, en 2003, por los EE UU y Gran Bretaña, más de cuatro millones de iraquíes se ampararon en Siria. Los sirios les acogieron sin gritos. Hoy huyen juntos. La destrucción de Libia ha provocado el éxodo de más de dos millones de personas de las cuales, la mitad emigró hacia el pobre Túnez donde han sido recibidos noblemente. Y no hablemos de África subsahariana, donde potentes corrientes migratorias atraviesan sin cesar las fronteras, tal y como sucede en Asia y América Latina. De hecho, los que pagan realmente el tributo de la solidaridad hoy son los países pobres, aquellos que necesitan más de esa solidaridad. Mientras tanto, nosotros, encerrados bajo llave en nuestra Europa “modelo de civilización”, proponemos cuotas minúsculas que vendemos como solidaridad con mayúsculas. Sólo una ceguera culpable es capaz de ocultar tal realidad.



Batallas

Quizá la decencia ha desaparecido de algunas de las instituciones de nuestro país, pero estaba y está entre la gente sin poder



Ana Pastor/ Periodista/ El Periódico de Cataluña/ Sábado, 30 de mayo del 2015.
 
Se sienta en la mesa y se dispone a dar la mala noticia. No es la primera vez pero eso no evita que le duela pronunciar las palabras. Delante de ella una mujer está a punto de recibir esa frase. Y para ella sí es la primera vez. Va a escuchar cáncer y después va a escuchar que no se puede hacer gran cosa. Pero esa mujer de 74 años hace tiempo que dio por perdida la batalla por la vida. Malvivía con una pensión que desde hace meses entrega a su hijo de manera íntegra porque está en paro y tiene que mantener a sus propios hijos. Ella acude a diario a un comedor social para salir adelante sin que los suyos se resientan. Los suyos... con quienes la relación prácticamente se ha roto ya. Está sola. Sola. La vida ha dejado de tener sentido desde hace mucho tiempo. Tampoco le importa. Y por eso cuando escucha «cáncer en fase terminal» lo único que quiere que le añadan detrás es que podrá quedarse en el hospital y terminar allí de perder la guerra. Pero está a punto de no ocurrir. Su estado es malo, muy malo, pero no como para ser ingresada ya. Hay un problema de plazas y no podrá quedarse en el hospital de media-larga estancia.
La doctora debería decirle eso. Pero no puede. Mientras le explica el diagnóstico piensa en lo que pasará si la envía a casa: «¿Cómo decidir poner tratamiento a una paciente debilitada, que en caso de que no pueda levantarse de la cama por el efecto combinado de la enfermedad y la quimioterapia, no va a poder avisar a nadie?». Días más tarde me contará: «No exagero si te digo que se han dado casos de no poder entrar el equipo sanitario para valorar a un paciente en domicilio, por no poder este levantarse a abrir la puerta».

Buscar un hueco

Así que esta médica, que da por perdidas muy pocas batallas, no llega a pronunciar eso de «no hay plazas». Reúne a otros colegas y hablan con dos trabajadoras sociales y el médico de cabecera de la paciente para buscar un hueco en algún lado. Ese hueco aparece un tiempo después gracias al empeño de este grupo de gente que hace mejor nuestro país. Días después la paciente llega al hospital con dos maletas. Su expediente médico no solo incluye la enfermedad, el tratamiento y los riesgos. En la última parte aparece el relato de sus últimas semanas. Y de nuevo aparece un grupo de gente que hace mejor este país. Dos vecinos se han hecho cargo de ella porque su deterioro físico la ha impedido valerse por sí misma en este tiempo. Uno de ellos en situación económica muy delicada. Eso no ha impedido que le consiguieran comida cada día. O que le arreglaran la casa. Así han sido sus últimos días. Ahora está en el hospital. Allí se quedará hasta el desenlace final. Pero ya no está sola. Ya no. Quizá la decencia ha desaparecido de algunas de las instituciones de nuestro país, pero estaba y está entre la gente sin poder. Ese grupo de gente es una buena prueba.

martes, 26 de mayo de 2015


El Gran Gatsby y la OCDE

Cada vez más, el bienestar de un ciudadano depende de la riqueza de sus padres

 
El secretario general de la OCDE, Ángel Gurría. / EFE

La Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) ha corroborado en su último informe —Por qué menos desigualdad beneficia a todos— las tendencias ya investigadas en los anteriores: que hay una relación directa entre igualdad y crecimiento económico, y que la brecha entre ricos y pobres en los 34 países de la institución es hoy la más alta en las tres décadas que lleva haciendo mediciones de la misma.
Al mismo tiempo que se analiza la desigualdad económica conviene hacerlo con la igualdad de oportunidades. Esta es un principio fundamental de las democracias. Significa que los logros y resultados de un ciudadano no dependen de sus progenitores, raza, género o cualquier otra característica inmutable. Según los estudiosos, existe una estrecha correlación entre la extrema desigualdad de ingresos y la desigualdad de oportunidades. Si ello se consolida, las oportunidades de los hijos en la vida dependerán en gran medida de la situación socioeconómica de los padres.
Así surge la denominada curva del Gran Gatsby, un gráfico que representa la relación directa entre la desigualdad económica y la inmovilidad social intergeneracional. Esta curva la introdujo en 2012 el presidente del Comité de Asesores Económicos de Obama, Alan Krueger, con datos del economista Miles Corak. La curva del Gran Gatsby (en honor del personaje de la novela de Francis Scott Fitzgerald) explica que en una sociedad democrática igualitaria existe un elevado grado de movilidad social, algo que no ocurre cuando el nivel de desigualdad es elevado. Relaciona el coeficiente de Gini (medición de la desigualdad en cada país) y el grado de dependencia entre los ingresos de una persona y los de sus padres. Por ejemplo, en Dinamarca, una de las naciones con un índice de Gini más bajo (más igualitarios), solo el 15% de los ingresos actuales de un adulto joven depende de la riqueza de sus progenitores. Por el contrario, en Perú, con uno de los índices de Gini más elevados del mundo, dos terceras partes de lo que gana actualmente una persona se relaciona con lo que sus padres ganaron en el pasado.
El corolario es sencillo: la desigualdad económica obstaculiza la materialización efectiva de la igualdad de derechos y oportunidades. Por ello la desigualdad importa cada vez más a los ciudadanos, en contra de lo que hace unos años declaraba la antecesora de Rodrigo Rato en el FMI, y ex economista jefe del Banco Mundial, Anne Kruger: “Las personas pobres están desesperadas por mejorar sus condiciones materiales en términos absolutos en lugar de avanzar en el ámbito de la distribución de ingresos. Por lo tanto, parece mucho mejor centrarse en el empobrecimiento que en la desigualdad”. Pues no.

El control oculto de las empresas

 

Rafael Ricoy

Estados Unidos y el mundo están imbuidos en un gran debate sobre los nuevos acuerdos comerciales. Tales pactos solían ser llamados “acuerdos de libre comercio”; en la práctica, eran acuerdos comerciales gestionados, es decir, estaban adaptados a la medida de los intereses corporativos, que en su gran mayoría se encontraban localizados en EE UU y la Unión Europea. Hoy en día, con mayor frecuencia, tales pactos se denominan como “asociaciones”; por ejemplo, el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP). Sin embargo, dichos acuerdos no son asociaciones entre iguales: EE UU es quien, de manera patente, dicta los términos. Afortunadamente, los “socios” de EE UU se muestran más recelosos.
No es difícil ver por qué. Estos acuerdos van mucho más allá del comercio, ya que también rigen sobre la inversión y la propiedad intelectual, imponiendo cambios fundamentales a los marcos legales, judiciales y regulatorios de los países, sin que se reciban aportes o se asuman responsabilidades a través de las instituciones democráticas.
Tal vez la parte más odiosa –y más deshonesta– de esos acuerdos es la concerniente a las disposiciones de protección a los inversores. Por supuesto, los inversores tienen que ser protegidos contra los gobiernos defraudadores que incautan sus bienes. Sin embargo, dichas disposiciones no se relacionan a ese punto. Se realizaron muy pocas expropiaciones en las últimas décadas, y los inversores que quieren protegerse pueden comprar un seguro del Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones, una filial del Banco Mundial; además, el Gobierno estadounidense y otros Estados proporcionan seguros similares. No obstante, EE UU demanda que se incluyan tales disposiciones en el TPP, a pesar de que muchos de sus “socios” tienen sistemas de protección de la propiedad y sistemas judiciales que son tan buenos como los propios estadounidenses.
La verdadera intención de estas disposiciones es impedir la salud, el cuidado del medio ambiente, la seguridad, y, ciertamente, incluso tienen la intensión de impedir que actúen las regulaciones financieras que deberían proteger a la propia economía y a los propios ciudadanos de EE UU. Las empresas pueden demandar en los tribunales a los gobiernos, pidiéndoles recibir compensación plena por cualquier reducción de sus ganancias futuras esperadas, que sobreviniesen a consecuencia de cambios regulatorios.
Esto no es sólo una posibilidad teórica. Philip Morris ha demandado judicialmente a Australia y Uruguay por exigir etiquetas de advertencia en los cigarrillos. Es cierto que ambos países fueron un poco más allá en comparación con EE UU, ya que obligaron a los fabricantes de cigarrillos a incluir imágenes gráficas que muestran las consecuencias del consumo de tabaco.
El etiquetado está logrando su cometido, ya que es desalentador para los fumadores y disminuye el consumo de cigarrillos. Así que ahora Philip Morris exige indemnizaciones por la pérdida de ganancias.
En el futuro, si descubrimos que algún otro producto causa problemas de salud (por ejemplo, pensemos en el asbesto), los fabricantes en lugar de enfrentar demandas judiciales por los costos que nos impone a nosotros las personas comunes, podrían demandar a los gobiernos porque éstos estuviesen tratando de evitar que se maten a más personas. Lo mismo podría suceder si nuestros gobiernos imponen regulaciones más estrictas para protegernos de los efectos de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Cuando presidí el Consejo de Asesores Económicos del presidente Bill Clinton, los grupos anti-ambientalistas intentaron promulgar una disposición similar, denominada “expropiaciones regulatorias”. Ellos sabían que una vez promulgada, las regulaciones se frenarían, simplemente porque el Gobierno no podía permitirse el lujo de pagar las compensaciones. Afortunadamente, tuvimos éxito y ganamos la batalla: hicimos que esta iniciativa retrocediese, tanto en los tribunales como en el Congreso de EE UU.
Las compañías no pueden usar los acuerdos comerciales para dictar cómo vamos a vivir
No obstante, ahora los mismos grupos están intentando realizar una triquiñuela para pasar por alto los procesos democráticos mediante la inserción de tales disposiciones en las facturas comerciales, ya que el contenido de las mismas se mantiene, en gran medida, en secreto para el público (pero no para las compañías que están presionando para conseguir dichas inserciones). Es sólo a consecuencia de fugas de información, y mediante charlas con los funcionarios del Gobierno que parecen estar más comprometidos con los procesos democráticos que llegamos a conocer lo que está pasando.
Es fundamental que el sistema de gobierno de EE UU cuente con un poder judicial imparcial y público, con normas legales construidas a lo largo de décadas, que se basen en principios de transparencia, precedentes y en las oportunidades que otorgan a los litigantes para que apelen las decisiones desfavorables. Todo esto está siendo dejado de lado, ya que los nuevos acuerdos exigen que las partes se sometan al arbitraje, que es un proceso privado, sin transparencia, y muy caro. Es más, esta forma de administración de justicia está a menudo plagada de conflictos de intereses; por ejemplo, los árbitros pueden ser “jueces” en un caso y defensores en un caso relacionado.
Los procesos judiciales son tan caros que Uruguay ha tenido que recurrir a Michael Bloomberg y a otros estadounidenses ricos, quienes están comprometidos con la salud, para poder defenderse en el juicio planteado por Philip Morris en su contra. Y, si bien las compañías pueden demandar, otros no pueden. Si hay una violación de otros compromisos –en lo referido a las normas laborales y ambientales, por ejemplo– los ciudadanos, sindicatos y grupos de la sociedad civil no tienen recursos legales mediante los cuales puedan personarse para plantear juicios.
Si alguna vez en la Historia hubo un mecanismo de solución de controversias que sólo toma en cuenta a una de las partes y que viola los principios básicos, este es dicho mecanismo. Es por esto que me uní a líderes expertos en asuntos legales en EE UU, incluyéndose entre ellos a profesionales de las Universidades de Harvard, Yale y Berkeley, en el envío de una carta al presidente Barack Obama explicándole cuán perjudiciales son estos acuerdos para nuestro sistema de justicia.
Los partidarios estadounidenses de tales acuerdos señalan que EE UU ha sido demandado solamente un par de veces hasta ahora, y no ha perdido un solo caso. Las empresas, sin embargo, apenas están empezando a aprender cómo utilizar estos acuerdos para su beneficio.
Es clave que EE UU tenga un poder judicial imparcial y público
Y los abogados corporativos de importantes minutas en EE UU, Europa y Japón probablemente superen a los deficientemente remunerados abogados de los gobiernos, quienes intentan defender el interés público. Peor aún, las empresas de los países avanzados pueden crear filiales en los países miembros a través de las cuales invierten nuevamente el dinero en sus países de origen y posteriormente plantean demandas judiciales, lo que les brinda un nuevo canal para bloquear las regulaciones.
En caso de que hubiera una necesidad de mejorar la protección de la propiedad, y en caso de que este mecanismo privado y caro para la resolución de controversias fuese superior a un poder judicial público, deberíamos estar cambiando la ley no sólo para las adineradas empresas extranjeras, sino también para nuestros propios ciudadanos y pequeñas empresas. Pero nada indica que este sea el caso.
Las reglas y regulaciones determinan en qué tipo de economía y sociedad viven las personas. Dichas reglas y regulaciones afectan el poder de negociación relativo, con importantes implicaciones para la desigualdad, que es un problema creciente en todo el mundo. La pregunta es si debemos permitir que las compañías ricas usen disposiciones ocultas en los llamados acuerdos de comercio para dictar cómo vamos a vivir en el siglo XXI. Espero que los ciudadanos en EE UU, Europa, y el Pacífico respondan con un rotundo no.

Joseph E. Stiglitz, es premio Nobel de Economía y profesor en la Universidad de Columbia. Su libro más reciente, en coautoría con Bruce Greenwald, es Creating a Learning Society: A New Approach to Growth, Development, and Social Progress.
Copyright: Project Syndicate, 2015.
www.project-syndicate.org. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.