El control oculto de las empresas
Rafael Ricoy
Estados Unidos y el mundo están imbuidos en un gran debate sobre los
nuevos acuerdos comerciales. Tales pactos solían ser llamados “acuerdos
de libre comercio”; en la práctica, eran acuerdos comerciales
gestionados, es decir, estaban adaptados a la medida de los intereses
corporativos, que en su gran mayoría se encontraban localizados en EE UU
y la Unión Europea. Hoy en día, con mayor frecuencia, tales pactos se
denominan como “asociaciones”; por ejemplo, el Acuerdo de Asociación
Transpacífico (TPP). Sin embargo, dichos acuerdos no son asociaciones
entre iguales: EE UU es quien, de manera patente, dicta los términos.
Afortunadamente, los “socios” de EE UU se muestran más recelosos.
No es difícil ver por qué. Estos acuerdos van mucho más allá del
comercio, ya que también rigen sobre la inversión y la propiedad
intelectual, imponiendo cambios fundamentales a los marcos legales,
judiciales y regulatorios de los países, sin que se reciban aportes o se
asuman responsabilidades a través de las instituciones democráticas.
Tal vez la parte más odiosa –y más deshonesta– de esos acuerdos es la
concerniente a las disposiciones de protección a los inversores. Por
supuesto, los inversores tienen que ser protegidos contra los gobiernos
defraudadores que incautan sus bienes. Sin embargo, dichas disposiciones
no se relacionan a ese punto. Se realizaron muy pocas expropiaciones en
las últimas décadas, y los inversores que quieren protegerse pueden
comprar un seguro del Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones,
una filial del Banco Mundial; además, el Gobierno estadounidense y
otros Estados proporcionan seguros similares. No obstante, EE UU demanda
que se incluyan tales disposiciones en el TPP, a pesar de que muchos de
sus “socios” tienen sistemas de protección de la propiedad y sistemas
judiciales que son tan buenos como los propios estadounidenses.
La verdadera intención de estas disposiciones es impedir la salud, el
cuidado del medio ambiente, la seguridad, y, ciertamente, incluso
tienen la intensión de impedir que actúen las regulaciones financieras
que deberían proteger a la propia economía y a los propios ciudadanos de
EE UU. Las empresas pueden demandar en los tribunales a los gobiernos,
pidiéndoles recibir compensación plena por cualquier reducción de sus
ganancias futuras esperadas, que sobreviniesen a consecuencia de cambios
regulatorios.
Esto no es sólo una posibilidad teórica. Philip Morris ha demandado
judicialmente a Australia y Uruguay por exigir etiquetas de advertencia
en los cigarrillos. Es cierto que ambos países fueron un poco más allá
en comparación con EE UU, ya que obligaron a los fabricantes de
cigarrillos a incluir imágenes gráficas que muestran las consecuencias
del consumo de tabaco.
El etiquetado está logrando su cometido, ya que es desalentador para
los fumadores y disminuye el consumo de cigarrillos. Así que ahora
Philip Morris exige indemnizaciones por la pérdida de ganancias.
En el futuro, si descubrimos que algún otro producto causa problemas
de salud (por ejemplo, pensemos en el asbesto), los fabricantes en lugar
de enfrentar demandas judiciales por los costos que nos impone a
nosotros las personas comunes, podrían demandar a los gobiernos porque
éstos estuviesen tratando de evitar que se maten a más personas. Lo
mismo podría suceder si nuestros gobiernos imponen regulaciones más
estrictas para protegernos de los efectos de las emisiones de gases de
efecto invernadero.
Cuando presidí el Consejo de Asesores Económicos del presidente Bill
Clinton, los grupos anti-ambientalistas intentaron promulgar una
disposición similar, denominada “expropiaciones regulatorias”. Ellos
sabían que una vez promulgada, las regulaciones se frenarían,
simplemente porque el Gobierno no podía permitirse el lujo de pagar las
compensaciones. Afortunadamente, tuvimos éxito y ganamos la batalla:
hicimos que esta iniciativa retrocediese, tanto en los tribunales como
en el Congreso de EE UU.
No obstante, ahora los mismos grupos están intentando realizar una
triquiñuela para pasar por alto los procesos democráticos mediante la
inserción de tales disposiciones en las facturas comerciales, ya que el
contenido de las mismas se mantiene, en gran medida, en secreto para el
público (pero no para las compañías que están presionando para conseguir
dichas inserciones). Es sólo a consecuencia de fugas de información, y
mediante charlas con los funcionarios del Gobierno que parecen estar más
comprometidos con los procesos democráticos que llegamos a conocer lo
que está pasando.
Es fundamental que el sistema de gobierno de EE UU cuente con un
poder judicial imparcial y público, con normas legales construidas a lo
largo de décadas, que se basen en principios de transparencia,
precedentes y en las oportunidades que otorgan a los litigantes para que
apelen las decisiones desfavorables. Todo esto está siendo dejado de
lado, ya que los nuevos acuerdos exigen que las partes se sometan al
arbitraje, que es un proceso privado, sin transparencia, y muy caro. Es
más, esta forma de administración de justicia está a menudo plagada de
conflictos de intereses; por ejemplo, los árbitros pueden ser “jueces”
en un caso y defensores en un caso relacionado.
Los procesos judiciales son tan caros que Uruguay ha tenido que
recurrir a Michael Bloomberg y a otros estadounidenses ricos, quienes
están comprometidos con la salud, para poder defenderse en el juicio
planteado por Philip Morris en su contra. Y, si bien las compañías
pueden demandar, otros no pueden. Si hay una violación de otros
compromisos –en lo referido a las normas laborales y ambientales, por
ejemplo– los ciudadanos, sindicatos y grupos de la sociedad civil no
tienen recursos legales mediante los cuales puedan personarse para
plantear juicios.
Si alguna vez en la Historia hubo un mecanismo de solución de
controversias que sólo toma en cuenta a una de las partes y que viola
los principios básicos, este es dicho mecanismo. Es por esto que me uní a
líderes expertos en asuntos legales en EE UU, incluyéndose entre ellos a
profesionales de las Universidades de Harvard, Yale y Berkeley, en el
envío de una carta al presidente Barack Obama explicándole cuán
perjudiciales son estos acuerdos para nuestro sistema de justicia.
Los partidarios estadounidenses de tales acuerdos señalan que EE UU
ha sido demandado solamente un par de veces hasta ahora, y no ha perdido
un solo caso. Las empresas, sin embargo, apenas están empezando a
aprender cómo utilizar estos acuerdos para su beneficio.
Y los abogados corporativos de importantes minutas en EE UU, Europa y
Japón probablemente superen a los deficientemente remunerados abogados
de los gobiernos, quienes intentan defender el interés público. Peor
aún, las empresas de los países avanzados pueden crear filiales en los
países miembros a través de las cuales invierten nuevamente el dinero en
sus países de origen y posteriormente plantean demandas judiciales, lo
que les brinda un nuevo canal para bloquear las regulaciones.
En caso de que hubiera una necesidad de mejorar la protección de la
propiedad, y en caso de que este mecanismo privado y caro para la
resolución de controversias fuese superior a un poder judicial público,
deberíamos estar cambiando la ley no sólo para las adineradas empresas
extranjeras, sino también para nuestros propios ciudadanos y pequeñas
empresas. Pero nada indica que este sea el caso.
Las reglas y regulaciones determinan en qué tipo de economía y
sociedad viven las personas. Dichas reglas y regulaciones afectan el
poder de negociación relativo, con importantes implicaciones para la
desigualdad, que es un problema creciente en todo el mundo. La pregunta
es si debemos permitir que las compañías ricas usen disposiciones
ocultas en los llamados acuerdos de comercio para dictar cómo vamos a
vivir en el siglo XXI. Espero que los ciudadanos en EE UU, Europa, y el
Pacífico respondan con un rotundo no.
Joseph E. Stiglitz, es premio Nobel de Economía y
profesor en la Universidad de Columbia. Su libro más reciente, en
coautoría con Bruce Greenwald, es Creating a Learning Society: A New
Approach to Growth, Development, and Social Progress.
Copyright: Project Syndicate, 2015.
www.project-syndicate.org. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.
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