Hay un relato de Gabriel García Márquez titulado “Me alquilo para soñar”, donde una mujer tiene el don de la adivinación interpretando los sueños de forma sui generis, no probablemente a la manera freudiana. Poco tiene que ver el contenido, en todo caso, del relato con quien ha conseguido con el Barcelona esos 13 títulos en 4 temporadas, pero el título es un martillo que viene como de molde al caso. García Márquez ha tenido una habilidad extrema para los títulos, quizá porque es un gran periodista, además de un grandísimo escritor. En estos años todos los futboleros del mundo nos hemos sentido inquilinos del sueño de un nuevo deporte, porque Pep ha inventado otro deporte, parecido al futbol, que se juega con las mismas reglas y en las mismas canchas, pero otro deporte. Y, además, hemos soñado que éramos niños y que éramos capaces de hacer lo que nunca hicimos cuando lo fuimos: regatear como Messi, inventar como Iniesta o dar pases como Xavi, defender con tres y tocar el balón como en una orquesta por esta banda maravillosa de pitufos que son los pequeños de Pep. El futbol es el deporte de los pobres, de los desposeídos. No me refiero al amplio puñado de jugadores millonarios, profesionales que viven de esto. Pocas instalaciones se necesitan para jugar al futbol: dos piedras, una cosa más o menos redonda, correr y… soñar, soñar con regatear como Messi o chutar como Ronaldo. Los niños de muchos países de África, Asia y Latinoamérica no tienen instalaciones para apenas ningún otro juego, porque el futbol es primero un juego para los pobres y luego un deporte para los ricos. No tienen piscinas para nadar, apenas cestas y paredes para encestar, recintos cerrados para jugar en invierno o para protegerse de las lluvias. Muchos millones de niños apenas pueden alimentarse, pero si tienen la suerte –es un decir– de calmar su hambre, no necesitan apenas más que cuatro piedras, cuatro bultos, cuatros palos que hagan de postes y algo redondo y golpeable, y los sueños llegan, la imaginación se dispara, la habilidad se emplea, las caras se iluminan y la amargura de las miradas desaparece. Quizá al día siguiente no tengan para comer porque nosotros, los habitantes de los países ricos, no somos capaces ni queremos dejarnos gobernar por quienes lucharían contra esa situación a nuestra costa. Pero en ese día fueron felices correteando detrás de un balón, emulando a sus ídolos si es que les llegan imágenes de sus ídolos.
La inmensa mayoría no saldrán de la pobreza, serán siempre pobres de adultos, vivirán mal, rodeados de hambre y miseria, y quizá les cueste ser felices alguna vez, pero siempre tendrán el consuelo de haberlo sido con un balón en los pies cuando eran niños y no tenían metas, responsabilidades, cuando vivían al día, sin futuro y sin tener que preocuparse por ello. Por eso nos gusta tanto a los que fuimos alguna vez chicos de pueblo o de barriada, aunque sea en este primer mundo, porque con un balón, con una pelota, nos bastaba. Y ahora, de adultos, ya sólo nos queda el recuerdo, recuerdo avivado por este Barcelona de Pep y por la Roja, de la que es culpable en gran medida el equipo catalán. Ver jugar a estos dos equipos, aunque sea sólo ante la pantalla de la tele, es recordar lo que quisimos ser y no fuimos, lo que quisimos compartir y no supimos, lo que nos gustaba hacer y no pudimos. Pep volverá, estoy seguro, porque la deuda que tiene con nuestros sueños es tan grande que no hay fondo que la pague ni conciencia mortal que lo soporte, y Pep es mortal y sabe que si no vuelve se convertirá en un ídolo, en un símbolo, y a Pep, estoy seguro sin conocerle, que no le gusta ser ni un ídolo ni un símbolo. Al menos en vida. Pep volverá y reinventará el futbol, porque lo que no le gustará, estoy seguro sin conocerle, es repetirse. Necesita tiempo para esa invención, pero volverá, se alquilará para interpretar nuestros sueños, porque los inventores de sueños nunca se retiran, sólo se transforman.
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