Fútbol e independencia
El Barça puede verse como microcosmos de las raíces multiculturales de la sociedad catalana
CARLES FEIXAEL PAÍS/17 NOV 2012
El fútbol puede ser una buena metáfora para pensar la sociedad y sus contradicciones. Los cánticos independentistas durante el último “clásico”, la exhibición de banderas nacionales (cuatribarradas, estrelladas o rojigualdas), confirman las tesis de Norbert Elias sobre el fútbol como forma de guerra incruenta. Pero más que de politización del deporte, el riesgo quizá sea la futbolización de la política, la reducción del derecho a decidir —o la negación de tal derecho— a un juego entre símbolos unívocos e irreconciliables. Los orígenes del Barça y del Madrid son, en este sentido, el mejor antídoto contra cualquier fundamentalismo. Es consabido que el Barça fue fundado por un suizo y que sus colores representan los del cantón donde nació. Menos conocidas son sus raíces religiosas: el Barça fue en su origen el club de la comunidad protestante de Barcelona, compuesta en su mayoría por extranjeros como Gamper. Sus rivales en la ciudad eran el Català y el Español, que acabaron fusionándose bajo los colores de este último, y agrupaban a la comunidad católica, compuesta en su mayoría por nacionales. Mientras el nuevo club se volvió Real, el Barça transfirió su identidad de minoría religiosa a la de minoría nacional, convirtiéndose en el “ejército desarmado de Cataluña”, como lo definiera Vázquez Montalbán. Algo parecido sucede con el Madrid, fundado por un comerciante catalán que buscaba modernizar España, e identificado con la burguesía liberal. Que luego se identificara con el nacionalismo español pero no castellano es otra historia.
El Barça puede verse como un microcosmos de las raíces multiculturales de la sociedad catalana. Fundado por un suizo, administrado por la burguesía autóctona y difundido por las clases populares, tras la derrota de Berna se convirtió en un club victimista y derrotista, hasta que un holandés errante lo reinventó, primero como jugador y luego como entrenador, mezclando lo mejor de la cosecha local —la Masía— con aportaciones internacionales de calidad (vascas, holandesas, brasileñas y argentinas). Es significativo que se haya convertido en referente global cuando más ha reforzado su cantera local. El equipo actual constituye una síntesis bastante aproximada de los diferentes componentes del melting pot catalán: la Cataluña rural, unión de seny y rauxa, representada por Puyol y por los entrenadores Guardiola y Vilanova, que emigraron a la ciudad sin olvidar sus raíces; la Cataluña burguesa, emprendedora y cosmopolita, representada por Piqué y Fábregas, que para triunfar en casa tiene que pasar antes por el mundo; la Cataluña trabajadora y menestral, laboriosa y creativa, representada por Xavi (nacido en el Vallés, la Manchester catalana), genial arquitecto del juego blaugrana; la Cataluña de los altres catalans, sacrificada y resistente, heredera de la migración peninsular que renovó el país en los años 60, representada por Valdés y Alba (del Hospitalet mestizo) y por Busquets (de Badía, prototipo de ciudad dormitorio); la Cataluña de la nueva inmigración, refinada y educada, representada por Iniesta y Pedro (quienes, sin dejar de ser manchego o canario, asumen la definición de catalán como aquel que vive y trabaja en Cataluña); y finalmente, la Cataluña internacional, representada por el argentino más catalán (o el catalán más argentino).
Si este equipo ha funcionado es porque aúna fuerza, técnica e inteligencia, porque ha sabido actuar colectivamente, y porque ha tenido buenos directores de orquesta dentro y fuera del campo. Aunque a algunos les cueste reconocerlo, es la misma fórmula que ha auspiciado los éxitos de la Roja (en fútbol, pero también en otros deportes como baloncesto, hockey, waterpolo y natación sincronizada): permitir que la periferia asuma las riendas del equipo para construir un estilo propio. No hay en ello ningún secreto: si Cataluña fue pionera en el deporte es porque lideró la revolución industrial. Y si ahora lo sigue siendo es porque tras los JJ OO de Barcelona invirtió en investigación y desarrollo, con modelos de renovación pedagógica tan exitosos como la Masía y el CAR de Sant Cugat (donde la capacidad de emprender catalana se pone al servicio del talento global). Puede ser lícito preguntarse por qué las élites mesocráticas han negado a los catalanes un papel en la política, la economía y la sociedad española equivalente al que ocupan en la Roja; por qué las élites catalanas han decidido que había llegado el momento de nadar pero llevándose la ropa; por qué ningún catalán ha ocupado la presidencia del gobierno desde los tiempos del General Prim (cuyo cadáver se disecciona actualmente); o por qué hay más cátedras de catalán (noveno idioma europeo, hablado por uno de cada cinco españoles) en Alemania que en el resto de España.
A inicios del siglo XXI, el fútbol se ha convertido en un deporte global. La rivalidad entre Barça y Madrid surgió dentro de las fronteras del estado-nación, pero la Liga se les ha quedado pequeña. Del mismo modo, la unidad española —o la independencia catalana— ya no se juega en el terreno peninsular (donde tuvieron lugar las uniones y desuniones que evoca la serie Isabel, estrenada precisamente la vigilia del 11S). Gane uno u otro equipo, lo fundamental es poder competir en la misma liga europea, reformando las reglas si han quedado obsoletas. Aunque cuando se practica el fair play y se prioriza el espectáculo, el empate puede llegar a ser un buen resultado.
Carles Feixa es catedrático de antropología social en la Universitat de Lleida.
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