De granjero a sir historiador
De familia humilde, Raymond Carr parecía la quintaesencia de la aritocracia británica
Durante los últimos 20 años de su vida, Raymond Carr, el historiador,
hispanista y extravagante profesor oxoniense, se convirtió en sir
Raymond Carr. El título le sentaba muy bien. Más allá del nombramiento
honorífico con el que se reconocía su aportación a la cultura, parecía
que siempre hubiera representado la quintaesencia de la aristocracia
británica, con esa estilizada figura de largas piernas zancudas, su
excentricidad, un toque de elegante desdén, y su afición a los clubs de
caballeros y los viajes de aventura. Con su característico sentido del
humor se definía a sí mismo como “granjero, historiador, asimilado por
la nobleza”.
En nuestro país, era conocido y admirado por su obra seminal España 1808-1939
(1968); una obra que marcó una nueva manera de hacer y entender la
historia de España en un momento en el que ésta seguía amordazada por el
franquismo. Para una generación de españoles, sedientos de
“normalización” historiográfica, supuso un soplo de aire fresco y un
nuevo estímulo. Para otras posteriores, una investigación referente
llena de sugerencias y cuestiones abiertas que alentaban la reflexión y
que, en sus ampliaciones, aún conserva actualidad y una calidad
inalterable.
En Inglaterra, se le citaba en las enciclopedias y círculos
académicos como “reputado hispanista”, gracias a cuya influencia los
estudios hispánicos se habían extendido a diversas universidades
británicas. Pero, a diferencia de la popularidad derivada de su faceta
de historiador que gozaba en nuestro país, su fama en Gran Bretaña era
notablemente menor, pero más enriquecida con otras coloraturas.
Perteneció a un reservado (y enigmático) “Club” de la élite oxoniense.
Se le mencionaba como uno de los últimos miembros de una “generación
legendaria” de Oxford en la que se incluía a sus amigos Isaiah Berlin,
Hugh Trevor-Roper, Anthony Quinton o Alfred J. Ayer... Fue el warden del college más internacional de Oxford. También se le conocía como un brillante articulista, bon vivant y extravagante.
Raymond Carr nació en 1919 en Bath, al suroeste de Inglaterra. Su
familia era de procedencia humilde y su infancia se desarrolló en un
ambiente profundamente rural. Un entorno de simplicidad pintoresca y
engañosamente idílica marcado por la pobreza cotidiana. Amparado por su
inteligencia y el recurso de su encanto, se convirtió en emigrante
social y transeúnte de un fascinante universo en decadencia. Fue
pasajero fortuito del último vagón de primera clase —que en puridad no
le correspondía— de un tren que se alejaba cada vez más rápido de una
atmósfera plácida y dorada. Como estudiante y de la mano de su amigo
Simon Asquith, nieto del primer ministro liberal, vivió los últimos años
de un Oxford lleno de magia y mystique que desapareció tras la
guerra, aunque rebrotara de manera recurrente en las secuelas
imitativas de los admiradores del ambiente Brideshead, y de los clubs
exclusivos. Saboreó, de prestado (gate crashing), los últimos
destellos de esplendor de una aristocracia de bailes de debutantes y
salones. En el Londres de la guerra y la postguerra, con su saxo tenor y
su sempiterna simpatía, el profesor de public school y privilegiado fellow
de All Souls, alternó con la alta bohemia que se reunía en el Gargoyle
Club del Soho, donde se mezclaban glamurosos espías de Cambridge,
actores, aristócratas que bailaban su primer rock descalzos, play-boys, intelectuales “continentales” y algún que otro filósofo de Oxford.
Paralelamente, y desde sus años de estudiante, realizaba apasionados
viajes de exploración historiográfica. De sus escarceos con la historia
medieval británica saltó a la historia económica de Suecia, escribió una
(inédita) biografía del rey Gustavo Adolfo y le tentó la historia de
Sicilia. Se estableció sólidamente con la historia de España y se
atrevió con la latinoamericana en los años de la guerra fría. Aunque el
libro que más le divirtió escribir fue un peculiar estudio social sobre
la caza del zorro en Inglaterra.
Como buen liberal, siempre sostuvo la importancia del azar, el
“accidente” como elemento de peso en la historia. Su propia trayectoria
como historiador, decía, estaba perfilada por esos “accidentes”. Había
sido su encuentro romántico con una joven sueca en Alemania en 1938 el
que le llevó a investigar y escribir sobre Suecia. De hecho, estaba
trabajando en ese país apenas dos meses antes de casarse y cuando
todavía barajaban él y su futura esposa, Sara Strickland, dónde ir de
viaje de novios… Sicilia, Venecia o ¿quizás España?… bajo una dictadura
resultaba poco apetecible. Para animarles, unos amigos de la
aristocrática familia de la novia les ofrecieron su mansión en
Torremolinos. Pero además Pitt Rivers, el antropólogo estudioso de
Grazalema, terminó de convencer a Raymond con sus conversaciones y una
recomendación: el libro de Gerald Brenan, El laberinto español.
“La historia de España es lo más apasionante que he leído en años”,
escribía entusiasmado Carr. “Cuando vayamos allí pasaré tiempo
intentando contactar con gente del viejo partido anarquista”. No hizo
nada de eso. Tampoco se enamoró de España en el sentido de los viajeros
románticos. El país simplemente le fascinó como enigma histórico. ¿Cómo
era posible que ese impresionante imperio al que los ingleses temían y
odiaban (como le habían enseñado de niño en la escuela) hubiera llegado a
tal situación de pobreza y degeneración política, económica y
cultural?.
Esa cuestión clave aguijoneando su curiosidad, el impacto vivo de las
estimulantes y contradictorias imágenes de su larga visita a nuestro
país y una “oportuna” negativa de Gerald Brenan para escribir un volumen
sobre historia de España de Oxford University Press, llevó a Carr a
postularse entusiasmado para hacerlo. Así nació el hispanista.
Pero el “hispanista”, que se resistía a ser calificado como tal
"porque eso implica una identificación emocional con el alma de España"
que él no sentía, transitó otros universos intelectuales y vitales.
Frecuentó a algunos de los más importantes pensadores de su época. Vivió
tiempos difíciles como el warden de un college creado
en los años de la Guerra Fría y vinculado a las áreas de estudio
internacionales más conflictivas (Rusia, Oriente Medio, América latina,
China…). Además, creó el Iberian Centre, donde se formó una brillante
generación de historiadores españoles. Viajó por todo el mundo,
recorriendo con igual fruición metrópolis, y ruinas, selvas y manglares.
Paseó con idéntica naturalidad por la Corte, la Academia Británica y
los clubs de St James y Pall Mall. Cabalgó a la caza del zorro,
intrépido y temerario, “como los indios” —decían— “abrazado al cuello de
su caballo”.
Con su extrema vitalidad se resistía a envejecer igual que se
resistía a dejar de aprender y descubrir. Aún conservaba a muchos de sus
ex alumnos como amigos. Todos ellos, y aquellos con los que debatía
alguna cuestión intelectual, admiraban su mente activa y original:
“nunca dejaba un tema como lo había encontrado tenía el arte de ser
serio sin ni siquiera ser solemne”. También tenía mucho de provocador,
iconoclasta y contradictorio: “¡Soy un ateo comprometido, por el amor de
Dios!” Raymond Carr era todo un carácter.
María Jesús González es historiadora y biógrafa de Raymond Carr.
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